Nave 9, Bilbao
Hay oportunidades que conviene pillarlas al vuelo. No
pensárselo demasiado y pasar del dicho al hecho de una sentada, ya nos arrepentiremos
luego en todo caso. Siempre existen momentos que marcan puntos de inflexión a
partir de los cuales nada vuelve a ser igual y la situación cambia a menudo
para peor. Y es entonces cuando uno se preguntará si de verdad hizo lo que
debía o por el contrario fue un aparvado total y ahí quedará eso como una
espina clavada, para removerla de vez en cuando al gusto del masoquismo de cada
cual o simplemente soltarla en una crónica, otra muestra más de exhibicionismo
sentimental.
Contemplar por estos lares a los californianos Drab Majesty
podría tratarse de una de esas ocasiones especiales que convenía marcar en rojo
en el calendario y pellizcarse repetidamente para comprobar que aquello en
realidad sí que estaba sucediendo. Un evento tan raro como toparse en un
concierto con una chica tomando notas en un cuaderno, algo de absolutos perros
verdes en plena época digital y de las redes sociales, una subversión analógica
comparable a la que provocaron los Sex Pistols allá por el 77 cuando surcaron
el Támesis cantando “God Save The Queen” en fechas del jubileo de la reina.
Puro vómito en la cara de las clases pudientes.
Tras precedentes anteriores, pensábamos que allí únicamente
se acercarían cuatro monos, pero nada más lejos de la realidad, pues se alcanzó
una afluencia más que digna para un grupo de dark wave, quizás el sarao de ese
rollo más multitudinario que hemos visto por la zona. Muchos parecían provenir
del espectro indie o de la burguesía acomodada de la margen derecha, aunque
andaba también por ahí Karlos de los psychobillies Screamers & Sinners. Y
por desgracia tuvimos que aguantar a una subespecie infecta que no hacía más
que molestar a los asistentes y hasta se atrevió a subirse al escenario solo
con el fin de sacarse una foto haciendo el chorra. En casos tan extremos de
estupidez quizás debería contemplarse la solución final.
A modo de entremés perfecto para la velada ejercieron Unclose con su moderneo dark en la
senda de Depeche Mode o Placebo y ensamblando con precisión de orfebres lo
sintético con lo orgánico. Gozaron de un sonido espectacular, tan contundente
como evocador, y si a ello le sumamos una actitud impecable con ínfulas de
estrellas a lo U2 y auténticos temazos que podrían petarlo en cualquier sesión
gótica aperturista, poco más se puede añadir. “Runaways” debería atronar entre
humo y flashes, mientras que su versión del “Perfect Day” de Lou Reed en clave
synth-pop sirvió para ir pillando altura de cara al colocón posterior.
Unclose fundiendo lo sintético con lo orgánico. |
Porque escuchar a Drab
Majesty en directo es como embriagarse de música, sumergirse en un bucle en
el que se funden sueño y realidad, separarse del mundo terrenal y dejar atrás
la vulgaridad a la que nos arrastraba de vez en cuando el repulsivo sujeto
mencionado anteriormente. Ya decía Baudelaire que “hay que estar ebrio siempre. Todo reside en eso: esta es la única
cuestión. Para no sentir el horrible peso del tiempo que nos rompe las espaldas
y nos hace inclinar hacia la tierra, hay que embriagarse sin descanso. Pero,
¿de qué? De vino, de poesía o de virtud. Pero embriáguense”. He aquí una
buena ocasión para ello.
Los dos maniquíes flotantes que presidían la escena imponían
lo suyo, con sus pelucas blancas, sus gafas negras y su maquillaje plateado uno
se los podría encontrar en los escaparates de Zara o de cualquier tienda de
moda. El efecto se incrementaba además con esas atmósferas envolventes
herederas hasta las cachas de The Cure, en especial de la época de
‘Disintegration’, con partes casi clavadas a “Plainsong”. Daban ganas de
llevarse la mano al corazón y decir aquello que pronunció una chica cuando
Robert Smith y compañía se arrancaron con ese tema en su concierto del BEC de
Barakaldo: “Esta es mi canción preferida
de toda la historia de la música”.
Muy bonito su dark wave con voz retumbante que a veces
parecía estar ahogándose en un pozo, como si surgiera de la lejanía o de miles
de metros bajo tierra. Aquello era similar a una sesión de hipnosis, pero no
hacía falta ninguna cuenta regresiva, la música proporcionaba esa puerta de
entrada al estado de trance. Alguna fémina que teníamos al lado cerraba los
ojos, se movía igual que si flotara y decía a los colegas impresionados por
tanto ensimismamiento: “Lo estoy
disfrutando. Me estoy llevando”.
Lo mejor de todo, o quizás lo malo, según se mire, es que
recordaban a luminarias absolutas del género tipo Killing Joke, como en su
imprescindible “Too Soon To Tell”, tal vez sonaban demasiado a otras cosas.
Pero si se trata de grupos de los que te remueven hasta las entrañas, eso no es
un inconveniente ni mucho menos. Daban ganas de mandar las etiquetas a tomar
viento y dejarnos arropar por el manto de los sintetizadores hasta caer
rendidos en algún lecho. Una suerte de caldo espiritual revitalizante por
completo.
Al igual que como habían entrado, las dos enigmáticas
figuras se despidieron sin demasiada pompa y ni de coña cabría esperar que se
estiraran un poco más. Es lo suyo en los bolos de industrial o cold wave, que
no suelen superar la duración de una hora, si es que llega. Lo mínimo para
experimentar un cuelgue elegante.
Afirman en el libreto de su disco ‘The Demonstration’ que “el mundo pertenece a los silenciosos” y
es muy probable que tengan razón en una época dominada por la brocha gorda y el
griterío de las redes sociales. A ellos y también a los que incitan a ser “sublimes sin interrupción”. Otra vez de
nuevo el evangelio del maestro Baudelaire.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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