viernes, 23 de febrero de 2018

DRAB MAJESTY: SUBLIMES SIN INTERRUPCIÓN





Nave 9, Bilbao

Hay oportunidades que conviene pillarlas al vuelo. No pensárselo demasiado y pasar del dicho al hecho de una sentada, ya nos arrepentiremos luego en todo caso. Siempre existen momentos que marcan puntos de inflexión a partir de los cuales nada vuelve a ser igual y la situación cambia a menudo para peor. Y es entonces cuando uno se preguntará si de verdad hizo lo que debía o por el contrario fue un aparvado total y ahí quedará eso como una espina clavada, para removerla de vez en cuando al gusto del masoquismo de cada cual o simplemente soltarla en una crónica, otra muestra más de exhibicionismo sentimental.

Contemplar por estos lares a los californianos Drab Majesty podría tratarse de una de esas ocasiones especiales que convenía marcar en rojo en el calendario y pellizcarse repetidamente para comprobar que aquello en realidad sí que estaba sucediendo. Un evento tan raro como toparse en un concierto con una chica tomando notas en un cuaderno, algo de absolutos perros verdes en plena época digital y de las redes sociales, una subversión analógica comparable a la que provocaron los Sex Pistols allá por el 77 cuando surcaron el Támesis cantando “God Save The Queen” en fechas del jubileo de la reina. Puro vómito en la cara de las clases pudientes.


Tras precedentes anteriores, pensábamos que allí únicamente se acercarían cuatro monos, pero nada más lejos de la realidad, pues se alcanzó una afluencia más que digna para un grupo de dark wave, quizás el sarao de ese rollo más multitudinario que hemos visto por la zona. Muchos parecían provenir del espectro indie o de la burguesía acomodada de la margen derecha, aunque andaba también por ahí Karlos de los psychobillies Screamers & Sinners. Y por desgracia tuvimos que aguantar a una subespecie infecta que no hacía más que molestar a los asistentes y hasta se atrevió a subirse al escenario solo con el fin de sacarse una foto haciendo el chorra. En casos tan extremos de estupidez quizás debería contemplarse la solución final.

A modo de entremés perfecto para la velada ejercieron Unclose con su moderneo dark en la senda de Depeche Mode o Placebo y ensamblando con precisión de orfebres lo sintético con lo orgánico. Gozaron de un sonido espectacular, tan contundente como evocador, y si a ello le sumamos una actitud impecable con ínfulas de estrellas a lo U2 y auténticos temazos que podrían petarlo en cualquier sesión gótica aperturista, poco más se puede añadir. “Runaways” debería atronar entre humo y flashes, mientras que su versión del “Perfect Day” de Lou Reed en clave synth-pop sirvió para ir pillando altura de cara al colocón posterior.

Unclose fundiendo lo sintético con lo orgánico.
 Porque escuchar a Drab Majesty en directo es como embriagarse de música, sumergirse en un bucle en el que se funden sueño y realidad, separarse del mundo terrenal y dejar atrás la vulgaridad a la que nos arrastraba de vez en cuando el repulsivo sujeto mencionado anteriormente. Ya decía Baudelaire que “hay que estar ebrio siempre. Todo reside en eso: esta es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del tiempo que nos rompe las espaldas y nos hace inclinar hacia la tierra, hay que embriagarse sin descanso. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud. Pero embriáguense”. He aquí una buena ocasión para ello.

Los dos maniquíes flotantes que presidían la escena imponían lo suyo, con sus pelucas blancas, sus gafas negras y su maquillaje plateado uno se los podría encontrar en los escaparates de Zara o de cualquier tienda de moda. El efecto se incrementaba además con esas atmósferas envolventes herederas hasta las cachas de The Cure, en especial de la época de ‘Disintegration’, con partes casi clavadas a “Plainsong”. Daban ganas de llevarse la mano al corazón y decir aquello que pronunció una chica cuando Robert Smith y compañía se arrancaron con ese tema en su concierto del BEC de Barakaldo: “Esta es mi canción preferida de toda la historia de la música”


Muy bonito su dark wave con voz retumbante que a veces parecía estar ahogándose en un pozo, como si surgiera de la lejanía o de miles de metros bajo tierra. Aquello era similar a una sesión de hipnosis, pero no hacía falta ninguna cuenta regresiva, la música proporcionaba esa puerta de entrada al estado de trance. Alguna fémina que teníamos al lado cerraba los ojos, se movía igual que si flotara y decía a los colegas impresionados por tanto ensimismamiento: “Lo estoy disfrutando. Me estoy llevando”.

Lo mejor de todo, o quizás lo malo, según se mire, es que recordaban a luminarias absolutas del género tipo Killing Joke, como en su imprescindible “Too Soon To Tell”, tal vez sonaban demasiado a otras cosas. Pero si se trata de grupos de los que te remueven hasta las entrañas, eso no es un inconveniente ni mucho menos. Daban ganas de mandar las etiquetas a tomar viento y dejarnos arropar por el manto de los sintetizadores hasta caer rendidos en algún lecho. Una suerte de caldo espiritual revitalizante por completo.


Al igual que como habían entrado, las dos enigmáticas figuras se despidieron sin demasiada pompa y ni de coña cabría esperar que se estiraran un poco más. Es lo suyo en los bolos de industrial o cold wave, que no suelen superar la duración de una hora, si es que llega. Lo mínimo para experimentar un cuelgue elegante.

Afirman en el libreto de su disco ‘The Demonstration’ que “el mundo pertenece a los silenciosos” y es muy probable que tengan razón en una época dominada por la brocha gorda y el griterío de las redes sociales. A ellos y también a los que incitan a ser “sublimes sin interrupción”. Otra vez de nuevo el evangelio del maestro Baudelaire.

TEXTO Y FOTOS: ALFREDO VILLAESCUSA









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