viernes, 28 de octubre de 2016

MIKEL URDANGARIN vs LEONARD COHEN: CON EL BARDO EN LA MEMORIA



Teatro Campos, Bilbao

Cuando uno entra a un concierto y se encuentra envuelto en un patio de butacas, ojo avizor. Es señal inequívoca de que se avecina un peñazo de proporciones bíblicas, o por lo menos algo muy relajado a lo que hay que pillar el puntillo y levantarse de la cama con una predisposición especial para el sosiego. Existen honradas excepciones, por supuesto, aunque la propia experiencia nos ha demostrado que no se suele dar el caso, toca preparar la mantita e intentar que los bostezos no se escuchen demasiado.

Íbamos con la idea preconcebida de que el bolo de Mikel Urdangarin versionando a Leonard Cohen dentro del ya longevo ciclo Izar & Star sería en la sala Cúpula, como siempre, pero casi nos da algo al descubrir que aquello sería en el marco solemne de la planta baja, un teatro de esos a la vieja usanza, con palcos para los que se sientan importantes y asientos hasta casi el mismo borde del escenario. Una sorpresa que nos dejó un tanto con el pie cambiado, máxime cuando andábamos apurando el reloj para llegar a tiempo a la actuación de El Gran Wyoming y Los Insolventes en el Kafe Antzokia.


Hay que reconocer empero la oportunidad del tributo al bardo canadiense al coincidir la fecha con la publicación de su anunciado último disco ‘You Want It Darker’. Quizás por ello el recinto registró una buena entrada con gran parte de las butacas ocupadas por entes inmóviles que a veces había que cerciorarse si de verdad respiraban. Era sobrecogedor.

Como hemos dicho, aquello no se ajustaba ni de lejos a lo que esperábamos, esto es, una banda en condiciones para acometer desde las piezas de folk intimista hasta las composiciones más lúgubres tipo “First We Take Manhattan” o “The Future”, esas que podrían servir para cerrar incluso una sesión gótica aperturista. Por algo Sisters of Mercy, uno de los grupos insignia del movimiento, lleva el nombre de una canción del cantautor y poeta canadiense.

Acompañado de una sobria formación con piano, bajo y violín, el ex bertsolari Mikel Urdangarin acometió una peculiar interpretación del catálogo de Cohen en la que se obviaba casi todo lo que más nos llama la atención de él, pues sus temas folk en la senda de Dylan nunca nos sedujeron demasiado. Hemos de reconocer, sin embargo, que el “Famous Blue Raincoat” alcanzó unas cotas dignas por su voz retumbante, pese a que en ocasiones se perdía en un excesivo sinfonismo.


Para meterse en el papel, Mikel se caló un sombrero elegante, que curiosamente a veces se quitaba cuando tocaba alguna pieza del bardo. Nos chirrió asimismo el inglés de Amorebieta del euskaldun, pese a que cumplió en el aspecto vocal, aunque su profundidad ni de lejos alcanza a la del autor de “I’m Your Man”. Las altas expectativas se pueden transformar en una desventaja total.

Pasaban los minutos y por allí no había ni rastro de “A Thousand Kisses Deep”, “Alexandra Leaving” o por lo menos la bohemia “Dance Me To The End of Love”, en su lugar caían temas intimistas tipo “If It Be Your Will” que encajaban sin duda en la idiosincrasia del teatro y servían para que el personal siguiera petrificado como si hubiera impactado un rayo ahí dentro. Lo mismo podría aplicarse a la mesiánica “Who By Fire”, que adquirió un toque lúgubre por su bajo retumbante.

Había que estar hecho de una pasta especial para aguantar un recital con tan poco movimiento tanto en el escenario como fuera de él, si nos dicen que allí se estaba celebrando un debate de investidura, nos lo habríamos creído igualmente. El himno “So Long, Marianne” nos despertó un poco por su luminosidad en el estribillo, aunque la pronunciación en la lengua de Shakespeare nos volviera a chirriar con estrépito.


La cima indiscutible de la velada fue el rotundo himno “Hallelujah”, un tema tan inmenso que sonaría bien hasta interpretado con txalaparta, ahí sí que sobresalió la voz potente de ínfulas operísticas de Mikel, pero se echaron de menos los coros femeninos de la versión original. Quizás sea ponerse demasiado picajoso, dado el carácter sin sobresaltos de la sesión sería pedir un imposible.

Con ese grato recuerdo de colofón y el bardo en la memoria desertamos tras un primer bis que inició con composiciones propias y posteriormente nos enteramos de que el rapsoda vasco se debió atrever incluso con el “Take This Waltz”. El respetable resultó tan satisfecho que hasta regresó por segunda vez, pero la vida no nos da para todo, así que nos quedamos con las ganas. A la próxima un homenaje más acorde a toda su trayectoria y no solo a una parte de ella.

TEXTO Y FOTOS: ALFREDO VILLAESCUSA


  

lunes, 24 de octubre de 2016

BLOOD AXIS + RESERVA ESPIRITUAL DE OCCIDENTE: APEGO A LAS TRADICIONES



Sala Boite, Madrid

Siempre ha existido una fascinación al otro lado del charco por los mitos y leyendas de la vieja Europa, algo totalmente entendible en un continente en el que aquello de los castillos y los caballeros andantes sonaba tan exótico como las geishas japonesas o los templos budistas del Lejano Oriente. No en vano muchos autores norteamericanos del siglo XIX, con el caso evidente de Edgar Allan Poe a la cabeza, situaban en esos parajes sus creaciones, como por ejemplo los célebres ‘Cuentos de la Alhambra’ de Washington Irving o los múltiples relatos de Henry James, pionero de la novela psicológica.

Uno de estos eruditos atrapados por el embrujo de lo antiguo es el periodista, escritor y músico Michael Jenkins Moynihan, fundador del proyecto neofolk Blood Axis, aparte de reputado intelectual en su campo con un premiado estudio sobre la escena black metal titulado ‘Lords of Chaos’ o la revista ‘Tyr’ que celebra “los mitos tradicionales, la cultura y las instituciones sociales de la Europa precristiana y premoderna”.

Miembro de la Iglesia de Satán en su juventud, su figura no se ha librado de la polémica inherente al género por su simpatía hacia las ideas de gente como Charles Manson, Muammar Gaddafi, el ocultista Julius Evola o James Manson, ideólogo del movimiento neonazi norteamericano. En este aspecto, empero, tampoco hay unanimidad porque también lo han definido como un “extremo izquierdista” o incluso un “anarquista”.

No había ni bigotillos ni camisas pardas en la esperada última visita a la península de Blood Axis, que se separarán tras la presente gira europea. Venían apenas dos semanas después de que los referentes absolutos del neofolk Death In June pasaran por la capital y unas escasas horas posteriores a su participación en el festival Runes & Men en Leipzig, cita ineludible europea para los amantes del rollo.

Les acompañaban en la solemne velada Reserva Espiritual de Occidente, que ofrecieron un repertorio centrado exclusivamente en su próximo álbum ‘El Cristo de la Atlántida’. Por una parte, fue una pena no poder escuchar en directo temas tan envolventes de su trabajo ‘La noche blanca’ como “Lobo” o “Tatenokai”, aunque su ceremonial alcanzó cotas místicas con “Nueva sangre”, una suerte de ritual en el que sobresalió la voz delicada y atormentada de Svali, vestida rigurosamente de blanco cual presencia espectral.
La eucaristía de Reserva Espiritual de Occidente.
El deje aflamencado de “Niña Monstruo” daba paso a percusiones marciales y arrebatos ruidistas en los que de vez en cuando asomaba la cabeza una trompeta delirante. Todo un ejercicio inclasificable de anarquía sonora con la dignidad de una procesión de Semana Santa y un halo profético que los elevaba en un altar de originalidad. Sobrecogedores.

En un formato intimista y con una penumbra tal que los propios espectadores tenían que ayudar con el móvil a los músicos, Blood Axis mostraron su lado más folk desde el comienzo con “Herjafather”, que uno podría escuchar tranquilamente al lado de una hoguera. El puro nihilismo o la atracción hacia el fenómeno de la guerra quedaron sepultadas en pos del enfoque tradicional y directo que podría ser disfrutado por cualquiera con ganas de algo sosegado para un domingo.
Blood Axis explotaron su vertiente más puramente folk.
Su faceta cultureta anduvo bien cubierta con “Erwachen In Der Nacht”, basada en un poema de Hermann Hesse, o composiciones en inglés antiguo del tipo de “Wulf and Eadwacer”, acerca de una mujer que escucha pacientemente a su marido. La instrumentación empleada, consistente en la guitarra de Robert Ferbrache, el violín de la comunicativa Annabel Lee y el tambor irlandés del líder Moynihan, tampoco permitía demasiados desmelenes.

A pesar de que el tono relajado podía invitar al sopor, y más en un día de resaca, la cita no se tornó en absoluto aburrida, en especial por las explicaciones que iban dando acerca de lo que iban a tocar, información bastante más interesante que las habituales coletillas concertiles del estilo de “¿Qué tal todo”, que esas sí que duermen a cualquiera por su consabida repetición. De esta manera introdujeron “The Path” como una canción sobre “nuestro camino en la vida y los que se quedan en el camino”.

Uno de los momentos álgidos llegó con la germanófila “Wir Rufen Deine Wölfe”, pedida en repetidas ocasiones por el público y que demostró el sobrado dominio del idioma alemán de Moynihan, un conocimiento profundo avalado incluso por título universitario en su país natal. Provocó cierto estupor entre la concurrencia, sin embargo, la petición de corear el estribillo, que en opinión de Michael se prestaba a ello ya que era una “canción cervecera”. Alguna, no obstante, sí debió tomarse ese espíritu etílico al pie de la letra, ya que tuvimos que aguantar hasta una vomitona en primera fila. Las tradiciones que no se pierdan.

Rememoraron su última visita a la capital hace casi dos décadas y por ello dedicaron “Song of the Comrade” a “las almas puras que todavía están aquí”, a la par que la guitarra añadía cierto aire spaghetti-western al conjunto, una influencia para nada ajena al universo neofolk. Y las anécdotas continuaron con “Churning and Churning”, poema que Moynihan ha aportado a una cápsula del tiempo que se abrirá en ochenta años. 

Por normas estrictas de la sala, tuvieron que terminar abruptamente su recital con “Reign I Forever”, que por su carácter apocalíptico podría servir también para anunciar el fin del mundo, impecable esa combinación de voz mesiánica y los sinfonismos de fondo de Prokofiev. Pelos de punta. La maquinaria de la guerra hizo una aparición estelar.

Lo bueno de aquel coitus interruptus es que al día siguiente repetirían gratis en un garito de Malasaña, una actuación que fijo que sería memorable y en la que darían rienda suelta como nunca a su apego a las tradiciones. Al placer de contar historias como un cuentacuentos a la luz de la luna.

TEXTO Y FOTOS: ALFREDO VILLAESCUSA





jueves, 20 de octubre de 2016

BABY SHAKES: UN FIESTÓN DE TÍAS



Sala Satélite T, Bilbao

En cualquier jolgorio que se precie debería haber féminas de por medio. Advertencia para las susceptibles, no hablamos de andar retozando por ahí, sino de que la exigible igualdad llegue también al campo de la farra. Muerte inmisericorde a los campos de nabos en los que languidecer y quizás cortarse las venas viendo cómo los minutos pasan con una lentitud extrema. Hay cosas que tendrían que prohibirse en aras de la salud mental.

Y es que uno ve a las chicas de Baby Shakes con sus tacones, tan bien vestidas a lo Dum Dum Girls y con ese halo vintage que otorga elegancia casi de forma automática y de inmediato se iría de garitos con ellas. No en vano su música es como un algodón de azúcar, un compendio de melodías pegadizas de inequívoco espíritu pop pero con la tralla de los Ramones, el macarrismo vetusto de New York Dolls y el poso nostálgico de Ronettes y demás grupos femeninos de los sesenta. Un chicle de fresa que se engancha al instante en el paladar.


Ya lo hemos dicho en otras ocasiones, hace falta un motivo de peso para que una persona decente se levante un domingo al mediodía, aunque con la programación de los Rabba Rabba Hey en el Satélite T no resulta difícil armarse de valor y acudir a esas sesiones matinales que se han revelado como un rotundo éxito de asistencia. Y esta ocasión por supuesto no fue la excepción, con una nutrida afluencia dispuesta a entregarse a ritmos facilones, nada enrevesados, hechos básicamente para pasar un buen rato sin mayores pretensiones.

Podrá sonar a tópico infecto buenrollista, pero Baby Shakes en directo son como un rayo de sol en un día nublado o la sonrisa deslumbrante de una chica atractiva, un motivo más que suficiente para saltar de la cama aunque uno haya llegado a las tantas el día anterior. Su fidelidad al verano queda patente en “Summer Sun”, que sigue la senda de The Beach Boys, Airbag y tantos admiradores confesos de los meses estivales, esa época de relajación para la mayoría de los mortales en la que aflojar el pistón.

Chicas elegantes con cierto aire a las Dum Dum Girls.
Ellas sin embargo no disminuían en absoluto su ímpetu ramoniano, con coros dulzones a lo Pantones y movimientos delicados de muñequitas que en realidad poco se corresponden con la contundente garra de su música. Ni hablar ni afinar ni demás rollos, iban como un tiro enlazando pildorazos destinados para el consumo inmediato, caso de “Teenage Cloud” o “Sugar High”, piezas que uno podría imaginar sin problemas en un baile de graduación americano.

Se atusaban de vez en cuando el pelo como acaloradas y a veces por sus gestos se asemejaban a una especie de dibujo animado de esos de los que no sabes exactamente por qué, pero te hacen gracia. Basta escuchar “I’ll Be Alright” para concluir que no se necesita demasiado para alcanzar un estado de felicidad plena, unos pocos acordes y una melodía para tararear en la ducha, no pasarán a la historia del rock n’ roll, desde luego, pero las ganas de diversión que contagian no te las quita nadie.


El cartel de Rabba Rabba Hey que pululaba por el recinto era un caramelito demasiado suculento para obviarlo, sobre todo en una banda con tanta influencia de los eternos neoyorkinos que gritaban “Hey Ho, Let’s Go”, por lo que no tardaron en colocarlo al lado del batería. Para que quede claro, el que viniera a deleitarse en acordes y giros imposibles se había equivocado de bolo.

Con la velocidad endiablada que llevaban, no era de extrañar que su recital se esfumara con la misma rapidez con la que desaparecían en la infancia las bolsas de golosinas que uno se atrevía a compartir. Ni las raspas sobraban en este cóctel de sabores ya de sobra conocidos, pero a los que no importaba volver cada cierto tiempo, para rememorar cuáles deberían ser los ingredientes fundamentales en cualquier fiestón.


Se hacían selfies con el público por detrás y tras el trepidante rock n’ roll “Stuck On Blue” uno casi podría casarse con ellas. Y qué decir del momento de los bises, que abrieron con el “I Wanna Be Loved” de Johnny Thunders & The Heartbreakers, el príncipe de los malditos, imprescindible para animar un garito repleto de peña entendida en la materia. Y no menos deslumbrantes fueron el “Teenage Kicks” de The Undertones, que a este paso va a convertirse en el tema más versionado últimamente en el Satélite T, y ya en su punto álgido, un “Rockaway Beach” de los ineludibles Ramones con cierto aire meloso.

En ocasiones no hacen falta largas conversaciones para darse cuenta de que una persona realmente merece la pena y de que sería una buena opción reclutarla para la próxima farra. Una hora y poco les valieron a las neoyorquinas para demostrar que son un fiestón de tías capaces de levantar jornadas adversas, mal tiempo y lo que les echen. Podría haber sido verano tranquilamente. O por lo menos estaría en la cabeza.

TEXTO Y FOTOS: ALFREDO VILLAESCUSA






  

miércoles, 19 de octubre de 2016

SLIM CESSNA’S AUTO CLUB: EL EVANGELIO INAPELABLE



Kafe Antzokia, Bilbao

Es de sobra conocida aquella frase mítica de que la fe mueve montañas. No hay que minusvalorar el poder de las creencias, esas que incitan a levantarse de la cama y emprender tareas que a priori se consideran poco menos que imposibles. Nunca está de más contar con algún tipo de estímulo, incluso aunque sea un simple cacho de madera.

En torno a la devoción y a la imaginería cristiana pivotan los cowboys crepusculares de Slim Cessna’s Auto Club, emparentados con el gran Reverendo Edwards de Woven Hand, con el que el líder del grupo coincidió en The Denver Gentlemen, una especie de coalición de talentos con el gótico sureño deudor de Faulkner como bandera. Una peculiar mezcolanza en la que lo mismo aparecen referencias al Apocalipsis que violentas historias con el alcohol como protagonista. 


No era la primera venida a tierras vascas de estos apóstoles de Colorado, de hecho, los entendidos han contabilizado hasta cinco visitas previas en escenarios tan antagónicos como la sala Santana 27 o El Balcón de la Lola. En esta ocasión congregaron en el Kafe Antzoki a una nutrida peña de lo más variopinta, desde féminas elegantes con clase que bailaban como locas hasta devotos de la oscuridad como Nando de Carniceros del Norte, ese al que señalaron cuando unos puretas nos preguntaron si los oficiantes de la velada de verdad hacían country. “Es que ahí hay un punki”, dijeron casi como si hubieran visto al mismo Diablo en persona. No solo había esa noche siervos temerosos de Dios.

Abrieron la sesión los guipuzcoanos Ghost Number & His Tipsy Gypsies, émulos en cierta manera de los geniales Dead Bronco locales y con similar carisma escénico, aunque con una mayor amplitud estilística al abarcar jazz de garito humeante, góspel de negritos en campos de algodón y hasta un vals con la dignidad de Leonard Cohen. Armaron un jolgorio tremendo con sus temas swing y su extraordinario cantante desgarró la voz a lo Jim Morrison en “Alone”. Enormes, para seguirles la pista.

Ghost Number & His Tipsy Gypsies, una especie de Dead Bronco con mayor amplitud estilística.
La recurrente dicotomía entre un lado luminoso y uno perverso prevalece para muchos en las eucaristías que montan Slim Cessna’s Auto Club, donde el líder que da nombre al grupo representa el buen rollito y el fantasmal banjista Munly Munly encarna las tinieblas, quizás por su apariencia cadavérica, podría haber resucitado anteayer. Las teorías en torno a ello eran muy diversas si a uno le daba por poner la oreja en conversaciones ajenas.

Pero si la guitarra con el Sagrado Corazón de Lord Dwight Pentacost ya marca posiciones, no menos cierto es que el peculiar dúo de vocalistas explota al máximo su teatrillo arrodillándose el uno frente al otro, simulando una bendición o extendiendo los brazos como si esperaran una crucifixión, ya se sabe, ese tipo de cosas que pasan de vez en cuando. Una liturgia que desde luego no deja indiferente.

La guitarra divina de Lord Dwight Pentacost.
Arrancaron con los salmos de su reciente disco con “Commandment 7” y no tardaron en confraternizar con los fieles en “This Is How We Do Things In The Country”. En su culto la lealtad es absoluta, por lo que una orden de sentarse en el suelo no se cuestiona lo más mínimo, por mucho que la estampa se asemeje más a una reunión parroquial que a un concierto de rock. Y tampoco pareció sorprender demasiado lo de acercarse a la muchedumbre y dar la mano a los asistentes, igual que cuando en la iglesia decíamos aquello de “La paz sea contigo y con tu espíritu”.

Las atmósferas post punk añadían hipnotismo al ambiente, que en realidad era tan cambiante como el clima en Dakota del Norte. Lo mismo las féminas danzaban cual fiesta granjera que la sala se transformaba en un auténtico templo góspel con un mar de palmas en alto y cánticos que se escuchaban con verdadera devoción. Alabado sea el Señor.


Aquello era un espectáculo para no perderse detalle, porque en cualquier momento el cadavérico Munly se te podía caer muerto encima, literalmente, como le sucedió a un espectador de las primeras filas mientras el escuálido vocalista decía “dust to dust”, esto es, el clásico “polvo al polvo” en román paladino. De hecho, esta interacción entre los dos profetas constituía uno de los principales atractivos de su puesta en escena, casi se asemejaba a una coreografía fantasmagórica en la que el tenue banjista a veces se situaba detrás del barbudo Slim y revoloteaba como si fuera un demonio. La versión siniestra de una mosca cojonera.

Y épica hasta el extremo fue la intensa “That Fierce Cow Is Common Sense In A Country Dress”, que contó con brazos levantados, preceptivas genuflexiones y la parroquia entonando las estrofas finales a pleno pulmón. Sobrecogedor. Todo un epílogo para enmarcar con el predicador Munly desgañitándose en cada “Oh my God”. Santificados y beatificados.


Los ritos para cumplir su función espiritual deberían dejar completamente extasiados, por lo que se reclamaron los bises a la orden del mantra “Get a little higher” presente en el anterior salmo. Volvieron los temerosos de Dios en plan congregación total con todos levantados y dando palmas en “Commandment 3” y el personal lo flipó tanto que hasta una chica guapa gritó “¡Wow!”. Eso fue antes de que el grandullón Slim emulara sentado desde los escalones a Sinatra o cualquier crooner con clase.

Aquella noche muchas almas renacieron y admitieron que había sido el mejor concierto de su vida. No era para menos porque su evangelio inapelable no admitía dogmas de fe en las distancias cortas. Era una celebración de lo divino y lo humano, una revelación ante la que encontrar el sentido de la vida. ¿Qué había estado haciendo uno las otras veces anteriores?

TEXTO Y FOTOS: ALFREDO VILLAESCUSA