Palacio Euskalduna,
Bilbao
En plena ofensiva contra el ocio nocturno y todo aquello que
no sea quedarse en casita sin rechistar, siempre conviene recordar los motivos
que nos hacen sentirnos vivos. El bueno de Joaquín Sabina ya nos hablaba de más
de cien mentiras “para no cortarse de un
tajo las venas” y desde luego los conciertos de rock ocuparían un lugar
predominante. Porque con esto de la pandemia han proliferado además los
recitales reposados de tocarse el mentón y menear ligeramente la cabeza. ¿Qué
fue del desenfreno y la pura electricidad? Esa sensación de imprevisión y hasta
peligro que podría vislumbrarse en los bolos primigenios de leyendas como The
Doors o Iggy Pop. Ya basta de comer pipas, hemos tenido suficiente.
Con el fin de restaurar ese orden natural de las cosas
arrebatado por el coronavirus, Capsula volvieron a insuflar dignidad al rock en
un recinto tan elegante como el Palacio Euskalduna, por algo nos enseñaron en
los setenta que el glamour no debería estar reñido con la autenticidad. Lástima
que el poder de convocatoria no resultara tan abrumador para lo que un grupo de
su categoría merecería, pero por lo menos los congregados se mostraron lo
suficientemente emocionados para que su clamor resonara como si fueran miles. El
eco de los parias y olvidados no se ha apagado.
Si algo nos ha dejado esta “nueva normalidad” es que se ha matado por completo cualquier
atisbo de espontaneidad, no digamos ya a la hora de conocer gente, sino incluso
en el aspecto más nimio de nuestra existencia, con citas previas para casi
cualquier trámite que uno necesite. Y si en los conciertos una parte importante
para valorar la efectividad de un combo residía en la interacción con el
respetable, ahora lo único todavía permitido es dar palmas, algo que a un
servidor siempre le pareció más propio de verbenas, bodas y bautizos que de un
concierto de rock propiamente dicho.
Pero allá cada cual, que disfruten los
entusiastas de las palmas mientras se pueda. Quizás mañana nos digan que de esta
manera también se propaga ese virus que solo encuentra su caldo de cultivo en
lugares de ocio por la noche.
Aquella era una ocasión especial, el reencuentro con su
público bilbaíno, y Capsula no
desaprovecharon la oportunidad apelando a las agallas desde el comienzo con la
psicodelia abrasiva de “Sun Shaking”. El vocalista Martín siempre fue un
experto a la hora de añadir misticismo a cualquier cita, por lo que en ese
aspecto no errarían ni por asomo. Muy emotivo se tornó en determinados momentos
verle arrodillado a escasos metros de los fieles y un servidor incluso deseó que
el carismático frontman volara sobre las multitudes como antaño, al igual que
si se tratara de una levitación insólita, una lluvia de ranas u otro detalle
característico del realismo mágico.
De baile ritual se calificó “What’s In The Mirror”, uno de
sus cortes con mayor empuje y que jamás deja indiferente en las distancias
cortas. El evangelio rockero impartido por Martín y compañía siguió cursando a
pleno rendimiento en “Candle Candle” antes de alcanzar uno de los picos de la
noche en la versión de SUMO “Mejor no hablar de ciertas cosas”. Apoteosis
ruidista total con el inevitable halo mesiánico, un muro sónico que no lo tiraba
ni el tornado que aparecía en la canción.
Y de los tormentos exteriores pasamos a los interiores con
“Away From Heaven”, de su último disco ‘Bestiarium’, una suerte de blues de
ultratumba. En contexto de confinamiento inminente pegaba bastante “Santa
Rosa”, “una canción que salió de dentro
de una tormenta”, según nos explicó la bajista Coni antes de que Martín
tomara el relevo a la voz y pisara el acelerador con “No contestás”, todo un
tratado de post punk con ecos de The Cramps. La puntilla final al primer tramo
del bolo la pusieron con “Caballos de mar”, más combustible necesario para
mantener la hoguera del rock.
Regresaron acompañados de un viejo amigo como Jorge Cayama a
las teclas para la evocadora “Cry With You”, otra de las cimas de la velada
interpretada de manera impecable por Coni. Y se sumergieron en marasmos de
influencia oriental en “Siren’s Lips” y “Magnets” mientras Martín advertía en
plan apocalíptico: “Este es el futuro”.
Pues vaya, casi hubiéramos preferido la tan cacareada hecatombe nuclear antes
de este porvenir en el que apenas te dejan vivir. Del trabajo a casa. Y vuelta
a empezar. Prohibido el ocio. La pesadilla orwelliana de ‘1984’ ya está aquí.
No sabemos si estaría permitido, pero algunos rebeldes del
siglo XXI se levantaron de la silla con el “Russian Roulette” de Lords Of The
New Church. Y no era para menos con este clásico imperecedero del rock gótico,
debería comprobarse el pulso de cualquiera capaz de permanecer impasible ante
tamaño himno. Terminar así les habría elevado hasta la estratosfera, pero
todavía siguieron con un “Dead or Alive” que tampoco estaba nada mal y que
contribuyó a mantener las revoluciones en su punto álgido.
Si tocara señalar algún tramo flojo del show, nos acordaríamos
de los temas que siguieron a su segunda vuelta a las tablas, piezas decentes
pero que no merecían tan privilegiada posición, salvo la punkarra “Sphinx”,
claro. Y más cuando echamos muy de menos ese in crescendo llamado “Communication” o la revisión de Iggy Pop “I
Need Somebody” que ya no se suele estilar demasiado en directo. Cuestión de
gustos.
Y en un concierto de Capsula de los últimos tiempos algo de
Bowie tenía que caer sí o sí. No defraudaron al retornar ya por tercera vez
para un soberbio “Suffragette City” que contó con Gaizka Insunza (Audience) a
la guitarra y coros. Que nunca falten los homenajes al hombre de las estrellas.
“¿Quién dijo que no se
podía hacer rock en un teatro?”, nos dijo en cierto momento Martín antes de
reírse con la carcajada de un villano de James Bond. Y ese aire de profeta del
futuro tampoco le abandonó cuando nos soltó un “Somos esclavos, baby” en los comienzos del show, una frase que más que un lamento se tornaba
como un acto de indiferencia ante el inevitable mal, igual que si uno se fuera
estrellar contra un muro. El destino inaplazable después de haber conseguido
que la mayoría de la población se pusiera sus grilletes de forma voluntaria. La
fantasía recurrente de Aldous Huxley en ‘Un mundo feliz’. Ni drogas hicieron
falta.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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