Alguien dijo que lo verdaderamente importante es el camino y las experiencias que uno se lleva consigo al recorrer un trayecto. En una época en la que se da importancia crucial a los logros materiales, no está de más reivindicar el pensamiento del gran Jack Kerouac, un tipo que logró condensar el espíritu de toda una generación, además de servir de inspiración a todos aquellos que entendían el vagabundeo como una forma de vida.
Uno de los que desató en un momento dado su ansia de trotamundos fue el guitarrista Diego García, más conocido como El Twanguero. Un señor al que se le quedaba pequeña su Valencia natal y no dudó en embarcarse en un periplo por el continente americano de norte a sur, desde EE UU hasta la Patagonia, sin olvidarse del territorio inhóspito de la jungla y de los ritmos predominantes en cada zona por la que pasaba, igual que cuando antaño los exploradores se adentraban en la maleza y abrían camino machete en mano.
Hace unos cuantos meses este inquieto artista ya estuvo en la capital vizcaína en un bolo acústico que debería haberse producido en enero, pero por los últimos coletazos de la pandemia no pudo realizarse hasta mayo. Ahora regresaba al Crazy Horse acompañado de banda, en formato eléctrico, pero con la misma intención de proporcionarnos un viaje musical en toda regla. Y con el entusiasmo de una afición que no ha menguado en absoluto desde su última visita.
Sin demasiada pompa y con la actitud desafiante del artista acostumbrado a tocar en garitos modestos, El Twanguero encendió el motor de su guitarra y de su inconmensurable talento y nos llevó por medio del “Viento de Levante” hacia una melodía con efluvios spaghetti-western que podría encajar en una película de Tarantino. No hay nada como la épica para ir entrando en materia.
La cosa se animó con el ritmo de poso sudamericano “Raska Yu”, en la que evocó su colaboración con el violinista Ara Malikian, y “Rockabilly Mambo” exprimió a tope el tono eléctrico de la velada, aparte de poner a bailotear al grueso del personal.
Diego nos confesó que aquello no era un concierto al uso, sino un viaje musical, algo que sospechábamos desde el inicio, aunque para contemplar a las cotorras en pleno esplendor molestando con su insufrible cacareo no era necesario irse hasta la jungla, las teníamos pululando por el recinto en forma humana. Todavía intento entender qué puede llevar a alguien a pensar que sus mierdas personales son más interesantes que lo que toque o cuente un tipo venido de fuera.
Al igual que en la anterior ocasión, el virtuoso de las seis cuerdas nos habló de Chet Atkins, al que calificó como “hombre orquesta” y recuperó un “Mr. Sandman” que fue inmediatamente reconocido por el respetable. Otra parada importante en su periplo por el continente americano era la jungla, donde realizó todo un estudio de los sonidos presentes en dicho ambiente y nos aseguró que “los pájaros cantaban en re mayor”.
Contagiado por los recuerdos de la selva, se arrancó con “La leyenda de Cañaveral”, una pieza evocadora para templar ánimos, y “Samba de la jungla” continuó este viaje hacia al corazón de la oscuridad, que decía Joseph Conrad. Las cotorras de apariencia humana deslucieron un poco la interpretación, pero había que aguantar la falta de educación de los que estaban ahí para incordiar, lástima que el derecho de admisión no se aplique de manera más rigurosa.
En realidad creo que el orden fue a la inversa, pero no había problema en acordarse entonces de la atmósfera blues de Chicago, por lo que tocó unas notas deudoras del género y nos dijo que durante su estancia en la ciudad norteamericana vio tocar “a los grandes” pero no aprendió “nada”, algo que dudamos por completo dada la maestría de este hombre a las seis cuerdas.
La versatilidad domina su trayectoria, pues conviven desde los ritmos fronterizos inspirados por Morricone hasta la rumba o la cumbia, entre otros géneros, por lo que alguien con semejante apertura de miras no podría pasar por alto a Nashville, la meca del country, en su viaje musical. La banda sonora con la que acompañó este alto en su camino provocó que alguno gritara “Yee-haw” como si estuviera en un rodeo.
Dedicó una canción a “su amigo y vecino” Enrique Bunbury, por lo que quedaba claro que estaba hablando de “Guitarra dímelo tú”, una de las imprescindibles en su repertorio, ya sea acústico o eléctrico. Y evocó del mismo modo el inmortal “Hound Dog” de Elvis en formato blues, la capacidad de sorpresa está garantizada en un bolo de estas características.
Se despidió acordándose de una melodía tan arraigada en el subconsciente colectivo como la de la BSO de ‘El Padrino’ antes de fundirse en esos ritmos de corte latino tan predominantes en su trayectoria. Respondió a los gritos de “No te vayas” y regresó rememorando una estancia en la India en la que exploró la música de meditación. ¿Hay algo que este hombre no haya hecho en sus incontables periplos por el mundo?
Nada como enfrascarse en las notas de “El camino” para subrayar la importancia de lo vivido más allá de los kilómetros recorridos, un peculiar punto de vista que no abunda en tiempos de ostentación exterior y empobrecimiento espiritual. Menos mal que todavía quedan recitales que revierten esa tendencia y conceden la importancia debida al camino en sí mismo.
TEXTO Y FOTOS: ALFREDO VILLAESCUSA
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