Sala Azkena, Bilbao
Pocos artistas pueden presumir de haber logrado un universo único e inimitable en apenas tres discos. Lo que otros tardarían incluso una vida entera, Andrés Herrera lo ha conseguido en una trilogía que espera con ansia una continuación. Una vasta explanada donde cabe la herencia flamenca propia del sur, el swing, el blues, el rock n’ roll primigenio, las melodías spaghetti western en la estela del maestro Ennio Morricone que ponen piel de gallina o los versos de Alberti o San Juan de la Cruz. Ahí es nada.
La esencia de Pájaro siempre estuvo en romper moldes en diferentes direcciones, por eso no extraña que sus tres trabajos publicados hasta el momento sean cada uno de su padre y de su madre, como se suele decir. Y como es habitual en la mayoría de obras maestras, existen rasgos comunes que unifican la trilogía y la elevan hasta los altares de la música en castellano. Y según manda la tradición, sus shows tampoco es que muevan descomunales masas, aunque su culto se va incrementando con pasos pequeños, pero decididos. Porque si algo queda claro es que el que acude a un concierto de Pájaro, lo más normal del mundo es que repita. Un servidor, acostumbrado a ver artistas patrios e internacionales indistintamente, diría que el descomunal talento que exhiben en las distancias cortas entraría entre lo mejor que se puede contemplar hoy en día sobre un escenario.
Que Andrés Herrera y compañía han acudido ya unas cuantas veces al País Vasco, ya sea con banda o sin ella, seguramente ha posibilitado que se extienda la palabra por el método más efectivo del mundo, el boca a boca. De esta forma, la bilbaína sala Azkena lució un aspecto concurrido, pero no agobiante hasta el punto de no poder moverse. La cantidad exacta para montar una buena gresca.
Había además expectación, pues ver a Pájaro con banda al completo por estos lares tampoco resultaba tan habitual, algo que cobraría especial relevancia en las piezas instrumentales spaghetti western, que bordaron con una precisión como pocas veces les he visto. El colega Carlos Benito, que acudía a un concierto suyo por primera vez, acabó extasiado y considerándoles una de las grandes maravillas de nuestro tiempo. Y no le faltaba razón, oficiar a ese nivel sí que constituía desde luego una rara avis.
Nada más salir a escena, nos sorprendió lo delgado que se había quedado Andrés, probablemente a consecuencia de los problemas de salud que había padecido en los últimos tiempos, pero las capacidades del maestro seguían intactas. Lo demostró desde el comienzo en piezas del estilo de “Lágrimas de plata” o la inmensa “Sagrario y Sacramento”, puntas de lanza de un material que se crece en las distancias cortas.
No dudó en calificar a Bilbao como “su segunda casa”, a pesar de que quizás no estuvo tan dicharachero como en otras ocasiones, aunque el gracejo propio de su tierra continuaba muy presente. Señalar además que la experiencia de verle solo con su inseparable guitarrista Raúl, otro musicazo como la copa de un pino, a hacerlo con un grupo al completo cambia casi de forma radical, sobre todo en los cortes instrumentales, ya lo hemos dicho.
“Tres pasos al cielo” engrandeció todavía más la velada por su versatilidad, había de todo, desde composiciones románticas como la que nos ocupaba hasta esas delicatesen en las que la banda en su integridad se lucía como nunca.
La conciencia libertaria de Andrés sobresalió cuando dedicó un tema “a todas las personas buenas de corazón, menos a los fachas” y “Viene con Mei” incrementó las ganas de bailotear, o por lo menos mover ligeramente la pierna, en el recinto. Como ya estaba anunciado, hubo también espacio para canciones nuevas, entre ellas podríamos destacar una con un marcado aire a The Cramps.
El cantante y guitarrista deseó que la peña se llevara todo el merchandising, nosotros contribuimos pillando el libro, puesto que los discos ya los teníamos. “Corre chacal corre” fue otro de los instantes memorables del show, pues verles interpretar una instrumental era un deleite supremo. Para cerrar los ojos, tomarse un lingotazo y disfrutar de ese glorioso espectáculo sonoro sin parangón.
“Luces rojas” era otra impecable muestra de apertura de miras al fundir rockabilly con spaghetti western y unas estrofas de corte mesiánico que se clavaban en las entrañas. Con semejante corte dejaron el pabellón por las nubes, pero no tardarían en regresar dando protagonismo de nuevo a la trompeta en “Apocalipsis”, una nueva bañada instrumental para montarles un monumento como poco, el fragmento del silbido fue una puerta abierta a otra dimensión. Árida y desértica, eso sí.
Y sin que se les vieran las costuras, la cosa acabó cristalizando en “A galopar”, histórico himno de la lucha antifascista que en la voz de Andrés resuena con toda la dignidad necesaria que un tema con versos de Rafael Alberti requiere. Su versión se encuentra muy alejada de la tradicional de Paco Ibáñez que la mayoría conoce, pues incorpora trompeta y típicas melodías de western que engrandecen todavía más el resultado final.
Si existiera justicia en este mundo, estos tipos deberían estar llenando estadios o pabellones, pero nos agradó comprobar que no éramos el único que pensaba que un espectáculo de semejante magnitud no se observaba todos los días. Deseando que nos vuelva a visitar con disco nuevo bajo el brazo este hidalgo contemporáneo de triste figura, un visionario de gran poder, un poder tan descomunal como géneros abarca su música.
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