Satélite T, Bilbao
La distinción debería ser un valor al alza. Sobre todo ante
tanta ordinariez como la que se vomita en ciertos estercoleros televisivos que
transforman la noble búsqueda del amor en una concentración de amebas que se “cuidan”, viejas de tetas operadas que
no podrían ser más repulsivas, perroflautas que no pegan un palo al agua pero
que dicen que son artistas o esos modernos que convierten a los tatuajes en
algo verdaderamente repugnante, ajeno a ese halo subversivo que poseían hace no
demasiados años.
Hay que reivindicar la sencillez y la clase innata que no se
aprende en ningún sitio. Esa que poseen algunas féminas capaces de deslumbrarte
sin enseñar ni un centímetro de piel, aunque lo cierto es que escuchar conversaciones
interesantes es algo tan insólito como encontrar agua en el desierto. Pero a
veces los espejismos se vuelven tan reales que hasta los puedes tocar y
entonces el impulso más inmediato es pellizcarse o realizar alguna acción
insólita para engañar a la memoria y así recordar el momento, tal y como
aconsejaba el gurú Kiko Amat.
Lo que presenciamos aquella noche a cargo de Pájaro entraría
de inmediato en esta categoría de sucesos inolvidables. Con una nutrida base de
fieles por la zona norte labrada a partir de directos de sentar cátedra, cada
parada en el Satélite T bilbaíno es ya un acontecimiento de primer orden, una
fiesta de alto copete a la que acude peña elegante y una considerable
proporción de hembras con ganas de bailar como Salma Hayek en ‘Abierto hasta el
amanecer’. Y si se prestara la ocasión de derramarse whisky por encima, no creo
que pusieran demasiadas reticencias.
Apenas habíamos visto al andaluz y su banda hace escasos
días en el Sonorama a eso de las dos de la tarde con un sol de justicia en un
bolo calificado como más que un acto de amor “un encuentro pequeño”, pero en esta nueva cita norteña habría
tiempo suficiente para desfogarse, pues nos esperaba un mastodóntico show de
unas dos horas, un evento de esos de café, copa y puro de los que te dejan los
ojos haciendo chiribitas y tardas un rato en asimilar el soberbio despliegue
contemplado.
En cualquier acto íntimo los preliminares deberían ser de
vital importancia, así entienden también el espectáculo Pájaro y por eso se marcan dos instrumentales de saltar lágrimas
como “Apocalipsis” o “Costa Ballena” con su aire de spaghetti-western
acrecentado por una trompeta que evoca la soledad del desierto. Lástima que en
el interior del garito no se pudiera mascar tabaco, las altas temperaturas
también desaconsejaban el uso de poncho.
“Sagrario y Sacramento” no tardó en añadir misticismo a la
velada, a la vez que las subidas y bajadas de mástil provocaban contoneos entre
el sector femenino, todo un derroche de virtuosismo sin caer en la despreciable
autoindulgencia. El ambiente se caldeaba por momentos y una pareja no se cortó
a la hora de marcarse un bailecito tipo ‘Pulp Fiction’, pero eso no era nada
con el entusiasmo que se prendió cuando Andrés Herrera ‘Pájaro’ se acordó del
maestro Manuel de Falla en “Danza del fuego”. Lo nunca visto.
“Vámonos a Italia”,
propuso el voceras antes de arrancarse con el romanticismo desesperado de
“Guarda Che Luna” e intercalar algún chascarillo con un cierto humor negro al
insinuar que en el país de la pasta las casas “se les caen todos los días”. Genio y figura. Así es el gracejo
sevillano, lo mismo vale para contarte un chiste de Lepe que uno sobre Franco o
Carrero Blanco. Sin censura ni gilipolleces.
Mover el esqueleto se convirtió en actividad obligatoria con
“Viene con Mei”, ideal para sublevar espíritus noctívagos por su rollo swing
arrabalero a lo Bunbury. Y en “Bajo Sol de Media Noche” consiguen insuflar pura
poesía al simple hecho de encontrarse con un bellezón en un ascensor, que como
suele ser habitual, pasa olímpicamente del tema. La eterna desgracia del común
de los mortales.
Reincidieron en el perpetuo desamor con “Perchè”, que Andrés
dedicó a “todas las chicas guapas que me
abandonan”. El tío simpático ya había demostrado anteriormente su predilección
por el género femenino al asegurar que le gustaban “todas las mujeres menos Esperanza Aguirre”. Y lo cierto es que
aquella noche no se podría quejar, pues había conseguido congregar a una
notable porción de señoras guapas, con pinta de interesantes y además bailongas.
La complicidad que el líder exhibe con sus acompañantes es
algo completamente asombroso, en especial, con el colosal guitarrista que tiene
a su vera, basta una leve mirada para que parezca que se entienden a la
perfección. Quizás por eso los solos doblados de la parte final de “Tres pasos
al cielo” los bordan por los cuatro costados. Una sincronización pasmosa.
Pidió un chupito, pero en el garito no escatimaron y le
sacaron la botella entera. Y en esa tesitura desenfadada, Andrés se sacó un
cigarro con toda la chulería del mundo y dijo: “No soy un descarado, es que esta canción sin humo no es una canción”.
Propuesta admitida antes de encender “Luces rojas”, otro himno para caminar con
sombrero por el desierto. Sin desfallecer enlazaron con “TLP”, cuyo ritmo a lo
ZZ Top desató bailoteos por el recinto. Sin piedad.
El final evocando alguna melodía de Nino Rota fue una
auténtica explosión eléctrica para no dejar supervivientes, incluso Andrés se
atrevió a bromear sobre ello al afirmar: “Con
la edad que tengo, no se me puede pedir todo”. Pero la petición de bises
fue estruendosa y ahí no cabría largarse, por lo que enfilaron caballos para
una monumental revisión del “A Galopar” de Paco Ibáñez, que si bien en la
antigua Castilla podría resultar apropiada, era un tanto temeridad en el País
Vasco, pero el corte marcial que insuflaron a la mítica pieza acabó con el
personal rendido a las “tierras de
España” y glorificando a los bandoleros de antaño como Curro Jiménez, a un
tipo de la primera fila casi le saltan las lágrimas. Lo que hay que ver, y
Sabin Etxea a pocos metros…
Con un repertorio tan monumental, hubo varias tandas de
propina, entre ellas se coló “Santa Leone”, otro homenaje al omnipresente
Morricone y al spaghetti-western más árido. Y todavía quedaban ánimos para
dedicar “Danza del Sable” a “los que nos
quitan las cosas que nos alegran la vida”. Y parece que no hablaba en un
sentido espiritual.
Si en otras ocasiones ya habían dejado el pabellón por las
nubes, esa vez ya desbordaron todas las expectativas previas, más que adecentar
la casa, lo que hicieron fue una reforma integral de los pies a la cabeza. Una
demolición controlada para que aquello no lo reconociera ni la madre que lo
parió, por decirlo de una forma castiza. Enormes.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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