Kafe Antzokia, Bilbao
Hace tiempo que los héroes dejaron de llevar capa roja y
sobrevolar las alturas. La cotidianeidad nos brinda miles de ejemplos de
ciudadanos anónimos que realizan verdaderas gestas para sobrevivir, no solo
desde el punto de vista económico, como todos aquellos que tienen que sudar
tinta para llegar a fin de mes, sino también en el plano sentimental, es decir,
levantarse después de una separación o una derrota y recorrer el camino, aunque
no se vislumbre ni un atisbo de luz a la lejanía. Las brumas siempre consiguen
ponernos nerviosos, pese a que sepamos que en algún momento escamparán.
Retomando esta idea de los cruzados del día a día, los
cordobeses en su último disco ‘Ulises’ hablan de corazones rotos, viajes,
aeropuertos, referencias a grandes urbes o la misma alusión del título a la
popular novela de James Joyce o a ‘La Odisea’ de Homero. Personajes en tránsito
hacia otros lugares desconocidos, una realidad que entronca con la propia
situación de la banda en los últimos años tras haber girado por Alemania,
Polonia, Eslovaquia o Eslovenia. Todo un asalto hacia países de habla no
hispana y así demostrar que lo de las barreras idiomáticas es un bulo en pleno
siglo XXI.
Ya habían estado anteriormente en la capital vizcaína, pero
no en locales de las dimensiones del Kafe Antzokia, así que no tardaron en
agradecer a los asistentes por el “salto
cualitativo”. La verdad es que era toda una proeza alcanzar además una
buena entrada con conciertos gratuitos por doquier en el exterior. Muchos
jovenzuelos con gorras y pelos de colores llenaron el recinto y arroparon a un
grupo que de emergente ya les queda poco, por mucho que sigan conservando una
manera artesanal de hacer las cosas.
Por estar viendo a los andaluces Pájaro, nos perdimos gran
parte del bolo de Meido, por lo que
tampoco podemos ofrecer una opinión demasiado cualificada al respecto, aunque lo
poco que catamos nos dio la impresión de que apostaban de lleno por la
experimentación y los ritmos repetitivos cual mantras hipnóticos, todo ello
envuelto en un halo ruidista. Ojalá alguien inventara la teletransportación en
breve.
La actitud de un combo en el escenario a veces lo dice todo,
frente a aquellos encantados de haberse conocido que se mueven a sus anchas
como estrellitas totales, a otros como Viva
Belgrado no les van los lujos y prefieren recluirse en una esquina, todos
en círculo, igual que si estuvieran en un local de ensayo ante cuatro gatos y no
delante de cientos de personas. La familiaridad era tal que hasta el cantante
ofició por allí descalzo cual hippy, prueba suprema de sencillez y confianza en
la gente. O quizás de lo cómodos que se sentían.
Si bien la vertiente post-hardcoreta es la que desata pogos
y cierto movimiento, no menos cierto es que los pasajes instrumentales a lo
Toundra eran de una belleza apabullante, al igual que esos fragmentos casi
recitados cercanos al spoken word,
que la multitud se sabía de memoria como si fueran mandamientos divinos. Lo
suyo no es un repertorio lineal de principio y fin, sino una travesía con
valles y montañas.
“De Carne y Flor” representa esas dicotomías presentes en su
sonido, ora agresivo, ora delicado, con sus letras poéticas de dramas post
adolescentes en las que se nota la querencia por la literatura de su
guitarrista y cantante Cándido Gálvez. Pero no apelan únicamente al intelecto,
sino también a los sentimientos primarios al agitarse como poseídos e incluso
gritar a viva voz algunos fragmentos. Rabia con conocimiento de causa.
Una de sus cumbres líricas estaría en “Annapurnas”, un
cúmulo de emociones desatadas ante las que algunas chicas no pueden evitar
lanzar besos. Y no es para menos con una pieza en la que cristaliza como nunca
la angustia existencial con post rock de bordear el éter de fondo. Esta vez sí
que será para siempre.
Llevan el carácter underground
en la sangre, por mucho que cada vez atraigan a más personal. Quizás ese sea
uno de los motivos por los que prácticamente dan la espalda al personal, una de
esas excentricidades que recordaban a The Jesus & Mary Chain, que en sus
inicios también acostumbraban a oficiar mirando a la pared puestos de anfetas y
no tocando más de veinte minutos, lo cual no solía sentar demasiado bien,
lógicamente.
Lo de los bolos cortos sí que parecía parte de su ADN, pues
anunciaron el final al poco más de una hora. Se había hecho aquello escasísimo,
aunque en este rollo post-hardcoreta, del mismo modo que en el industrial y en
otros estilos, se suele estilar la corta duración. Aguantar a esa tralla más
tiempo podría suponer un grave riesgo para la salud.
Esa sería precisamente la única nota negativa del evento,
que cuando nos queríamos dar cuenta, ya no había más que rascar. Pero antes el
vocalista se desgañitó a viva voz como a punto de ser crucificado, sin ningún
micro de intermediario, y envolviendo todo al final en acoples reverberantes
para dar ilusión de caos, aunque en realidad cada detalle esté medido al
milímetro. Pocas cosas se dejan aquí al azar.
Fue algo efímero, pero de una belleza arrebatadora, de esas
de las que cuando cierras los ojos te sigues acordando y al día siguiente
sigues dando vueltas una y otra vez a lo mismo. Uno de esos episodios de
enajenación mental que el común de los mortales confundiría con enamoramiento.
No pasa solo con personas, también con sonidos.
TEXTO: ALFREDO
VILLAESCUSA
FOTOS: MARINA ROUAN
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