Kafe Antzokia, Bilbao
Un viejo precepto bíblico decía aquello de “por sus obras los conoceréis” para
distinguir a los verdaderos de los falsos profetas, es decir, los que seguían
las enseñanzas sagradas y los que no predicaban con el ejemplo y aconsejaban
poner la otra mejilla al tiempo que albergaban rencor infinito. Si extrapolamos
estas ideas al mundo del rock, nos encontraremos con bandas sin escrúpulos ni
principios, mientras que otros forjan su identidad en base a una fidelidad y a
una manera concreta de hacer las cosas.
Al segundo grupo pertenecerían los madrileños Biznaga, que
en su corta trayectoria ya han perfilado varias líneas maestras o puntos de
apoyo fundamentales para subir a su cima particular. Ahí entraría su negativa a
hacer bises y así romper la predominante dinámica de falsos clímax o su
intención de oficiar bolos fugaces que por lo normal no llegan a la hora, algo
que por otra parte debería ser lo normal en ciertos estilos como el punk.
Inmediatez y trallazos a la yugular sin apenas espacio ni para respirar,
mandamientos principales del espíritu del 77.
Habían visitado la capital vizcaína hace escasos meses en el
marco del BBK Live, donde se cascaron uno de los mejores conciertos del
festival mientras las masas permanecían aborregadas con la electrónica de Die
Antwoord. No podrían haber regresado en una coyuntura más propicia que en
plenas fiestas de Bilbao, aunque eso tampoco se notó especialmente en la
afluencia de público, pues se creó un peculiar microcosmos ajeno al bullicio
del exterior.
No tenían nada que ver con los protagonistas de la velada,
pero El Último Vecino engancharon de
inmediato por su personalidad apabullante, rollo atormentado a lo The Smiths o
The Cure y un punto kitsch tanto en
el uso de sintetizadores como en la propia vestimenta de sus componentes que
recordaba a La Movida Madrileña. Quizás a veces se pasaban de freaks, en especial su cantante, que
salió con pantalón corto de chándal y no tuvo reparo a la hora de hacer amagos
de subirse o bajarse los mismos, con sus lamentos a lo Morrissey uno esperaba
que lanzaran flores en cualquier momento, pero lo que sí que compartieron con
los fieles fueron cervezas. Muy curiosos, me atrevería a decir que no existe en
el panorama nacional otro combo como ellos. Los raros heredarán la tierra.
El Último Vecino, desesperación y costumbrismo freak. |
El legado de Parálisis Permanente lleva desenterrándose con
mayor o menor fortuna casi desde mediados de los ochenta hasta nuestros días,
pero en realidad hay pocas bandas capaces captar su esencia y actualizar su
aporte de manera que no suene a la noche de los tiempos. Los madrileños Biznaga puede decirse que sí que lo han
conseguido y a la vez han incorporado influencias que antaño se antojaban
antagónicas como el rock castizo de Gabinete Caligari. Y encima sin que aquello
apeste a caspa, sino que parezca lo más moderno del mundo, a juzgar por la
cantidad de hipsters que pueblan sus conciertos.
Basta que se arranquen con “Cul de Sac” para que uno
enseguida evoque las esencias patrias, las cañitas, las tapas y esas cosas que
nos distinguen del resto de países muermos europeos. Y en “Las Brigadas
Enfadadas” encienden la cerilla y ponen a punto el bidón de gasolina para
explotar, bilis desbordante para mandar a cascarla la corrección política que
nos invade. Solo quieren ver el mundo arder.
El estribillo de “Fiebre” atronó con la dignidad requerida y
fue imposible no acordarse de Edu Benavente, uno casi se lo podría imaginar
allí mismo cantando si cerrara los ojos. El aire flamenquito asoma la cabeza en
“Mala Sangre”, pero sin que aquello llegue a desbarrar en el gitaneo
inmisericorde, con la tralla punk marcando directrices por encima, se aceptan
los mestizajes que hagan falta, igual que cuando de pequeños nos obligaban a
comer puré para así no notar la repulsiva textura de las verduras.
Sin pausa ni para coger aire fueron enlazando temazo tras
temazo, certificando que piezas recientes como “Héroes del No” no se van a
poder despegar del repertorio en una larga temporada. Hasta se atrevieron a
bromear al decir “Vamos a hacer una
versión” y del respetable gritaran “¿De
Eskorbuto?” y ellos siguieran la broma respondiendo “No, de Kortatu”. No les vemos homenajeando a otros tan
descaradamente, aunque los cuerpos en putrefacción de la siniestrísima
“Nigredo” está bien claro de qué fosa común proceden.
Reivindicaron la juventud y la cosa ya se empezó a poner
bonita con pogos y cerveza volando, en comparación con ocasiones anteriores, la
parroquia anduvo muy tranquila, quizás demasiado, y ya se tornaba preocupante
tanta quietud. Ya lo dicen en “Una nueva época del terror”, “al estilo jacobino: No hay belleza en lo
tibio” y lo suyo resultó tan desmedido que el vocalista hasta rompió una
cuerda de la guitarra. Menos mal que ahí se portaron los teloneros para
deshacer el entuerto.
Y en “Máquinas Blandas” nos pudimos dejar la garganta y
emocionarnos con su rollo nihilista deudor de la Margen Izquierda hasta que
llovieran “balas para todos, balas y más
balas”. Después de tantas pústulas, culto a lo personal y demás, la melodía
de “Una ciudad cualquiera” podría calificarse incluso de risueña por su leve
tono Buzzcocks antes de que finiquitaran con la pieza que abre su último disco
“Mediocridad y Confort” y su batera lanzara los palos al suelo presa del
agotamiento.
Ya hemos dicho que es inútil desgañitarse, nunca vuelven a
salir. Había un telón de fondo que rezaba en letras grandes “Esto no es un simulacro” y a buena fe
que nada de eso había en otro de esos bolos fugaces en los que si te descuidas
te pierdes medio concierto. Todo un derroche de autenticidad de los que no se
suelen estilar. Rabia con elegancia.
TEXTO: ALFREDO
VILLAESCUSA
FOTOS: MARINA ROUAN
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