Sala Azkena, Bilbao
A los llamados millennials les puede dar por cosas muy raras. Por lo
menos desde la perspectiva de alguien nacido en la prehistoria de 1980, cuando
un invento similar a internet solo se podía ver en películas de ciencia-ficción
y para buscar información había que recurrir al viejo truco de consultar
tochos. No resulta nada extraño leer en medios un día sí y otro también
artículos sobre los nuevos hábitos entre los más jóvenes, como aficionarse a
los frapuchinos, a votar a Vox porque “es
guay” o a quedarse en casa los fines de semana porque es lo que se lleva
ahora. Y todo ello mientras algunos de la Generación X acababan muriendo de
sobredosis o agonizaban alcoholizados en garitos. Se están perdiendo las buenas
costumbres.
Pero el relevo generacional a veces cumple su función y saca
de las catacumbas a géneros absolutamente olvidados en el cajón de sastre de la
música. Ahí tenemos, por ejemplo, al post punk que se hacía en Rusia o en los
países otrora dominados bajo el yugo soviético. En este aspecto, seguramente
pocos sitios superarían la opacidad y hermetismo del que hacen gala en Minsk
(Bielorrusia), lugar de procedencia de Molchat Doma, cuyo nombre podría
traducirse como “casas silenciosas”.
Con una presencia casi testimonial en el ámbito gótico, la
bandera del post punk gélido solía ondear en lo más alto con los polacos
Siekiera, autores de “Nowa Aleksandria”, todo un himno dentro de este rollo que
podría servir para hacerse de inmediato una idea del tipo de música del que
estamos hablando. Bajo tales coordenadas se movían también los bielorrusos
protagonistas de la velada, aunque con un matiz contemporáneo y un mayor
acercamiento hacia los momentos danzones de New Order o Joy Division.
Toda una sorpresa llegar a la sala justo cuando terminaban
los locales Nize y encontrarnos el
recinto abarrotado de jovenzuelos muy predispuestos al jolgorio. Y pensar que
nos imaginábamos que solo acudirían cuatro freaks. Por fortuna, gracias a la
labor de la promotora Kob Music, este género, antaño para perros verdes, cada
vez goza de más adeptos por el norte. Ojalá se produzca el salto de los
conciertos a los bares y podamos disfrutar también en breve de establecimientos
que pongan esa música.
Nize, de punta en blanco. |
Como si les hubieran sacado de cajas gigantes y les habrían
plantado en el mismo escenario, así se presentaron Molchat Doma, con esa frialdad glacial tan característica de su
tierra. La influencia de Kraftwerk también se notaba por el ambiente, sobre
todo al quedarse quietos como si fueran “The Robots” y en determinados pasajes
sintéticos. Probablemente su vertiente más danzarina venga más por su fidelidad
a los pioneros de la electrónica que a Bernard Sumner y compañía.
Pero si el post punk del este goza de unas cuantas señas de
identidad reconocibles casi desde el primer minuto, lo mismo podría aplicarse a
las composiciones de los bielorrusos. Desde homenajes poco velados a The Cure
en “Lyudi Nadoyeli”, cuya intro parece calcada de “A Forest”, hasta piezas de
corte soviético como “Ya Ne Kommunnist”, impensable en la imaginación de
cualquier grupo más allá del Telón de Acero. De hecho, el título (yo no soy
comunista) hasta podría tomarse como una declaración de principios, aunque
ellos en alguna entrevista se hayan mostrado renuentes a explicar el
significado de sus canciones. Que siga el misterio entonces.
Los movimientos del vocalista, que bebían indefectiblemente
de Ian Curtis, eran otra de esas rarezas que no se suelen ver a menudo por
estos lares, para quedarse hipnotizado. Y la voz profunda, de impecable
factura, acompañaba esas peculiares muestras de entusiasmo. Al igual que si
fueran germanos, se palpaba una tremenda profesionalidad en cada nota, como si todo estuviera ya previsto,
sin margen ninguno para la improvisación. La mentalidad eslava.
El poso ochentero se constituía en otra de las constantes de
la velada, pese a que su matiz actual les impide convertirse en una banda con
la nostalgia en vena. Y los jovenzuelos ahí andaban entregados a tope,
tarareando melodías de sintetizador o hasta recitando en ruso, tiene que haber
gente para todo. Eso de aprender chino mandarín ya es algo mainstream total.
Lejos de oficiar como autómatas, la capacidad de sorprender
no se dejó de lado y muchos pusieron cara de póker cuando los de Minsk de
repente terminaban un tema así sin avisar. Y la coreografía de otro planeta de
su cantante sirvió de inspiración para que otros abajo del escenario copiaran
esos gestos epilépticos y los reprodujeran con fidelidad religiosa. Los vídeos
que pululan por la red sobre discotecas soviéticas ahí tendrían algo que decir.
La barrera idiomática y cultural apenas se sintió, ya que
los temas de su último largo ‘Etazhi’ son universales para cualquiera metido un
poco en el género, nada de complicaciones enrevesadas, van directos al grano, y
si en algún momento te hacen mover los pies, pues bienvenido sea. El entusiasmo
no disminuyó ni un ápice, incluso cuando anunciaron que se despedirían, el
griterío subió en intensidad. Como pupilos que no deseaban perderse ni un
detalle de la lección magistral.
Ante tal subidón, era evidente que regresarían sí o sí dando
más cancha a esos sintetizadores pegadizos que confrontan su frialdad de la
estepa. Con bajas temperaturas el cuerpo humano necesita conservar el calor
humano de alguna manera y el ritual primitivo del baile parece una opción más
que razonable en semejantes contextos.
Todo un lujazo ver por estos lares a un grupo de un estilo
tan minoritario, y encima a reventar de peña. El post punk que vino del este en
realidad siempre estuvo ahí, al alcance de los freaks de turno que no se
conformaban con los tres o cuatro nombres típicos. Otra de las aportaciones al
panorama occidental que debemos reconocer a los soviéticos. Como el
kalashnikov.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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