martes, 19 de noviembre de 2019

MOLCHAT DOMA: EL POST PUNK QUE VINO DEL ESTE


Sala Azkena, Bilbao

A los llamados millennials les puede dar por cosas muy raras. Por lo menos desde la perspectiva de alguien nacido en la prehistoria de 1980, cuando un invento similar a internet solo se podía ver en películas de ciencia-ficción y para buscar información había que recurrir al viejo truco de consultar tochos. No resulta nada extraño leer en medios un día sí y otro también artículos sobre los nuevos hábitos entre los más jóvenes, como aficionarse a los frapuchinos, a votar a Vox porque “es guay” o a quedarse en casa los fines de semana porque es lo que se lleva ahora. Y todo ello mientras algunos de la Generación X acababan muriendo de sobredosis o agonizaban alcoholizados en garitos. Se están perdiendo las buenas costumbres.

Pero el relevo generacional a veces cumple su función y saca de las catacumbas a géneros absolutamente olvidados en el cajón de sastre de la música. Ahí tenemos, por ejemplo, al post punk que se hacía en Rusia o en los países otrora dominados bajo el yugo soviético. En este aspecto, seguramente pocos sitios superarían la opacidad y hermetismo del que hacen gala en Minsk (Bielorrusia), lugar de procedencia de Molchat Doma, cuyo nombre podría traducirse como “casas silenciosas”.


Con una presencia casi testimonial en el ámbito gótico, la bandera del post punk gélido solía ondear en lo más alto con los polacos Siekiera, autores de “Nowa Aleksandria”, todo un himno dentro de este rollo que podría servir para hacerse de inmediato una idea del tipo de música del que estamos hablando. Bajo tales coordenadas se movían también los bielorrusos protagonistas de la velada, aunque con un matiz contemporáneo y un mayor acercamiento hacia los momentos danzones de New Order o Joy Division.

Toda una sorpresa llegar a la sala justo cuando terminaban los locales Nize y encontrarnos el recinto abarrotado de jovenzuelos muy predispuestos al jolgorio. Y pensar que nos imaginábamos que solo acudirían cuatro freaks. Por fortuna, gracias a la labor de la promotora Kob Music, este género, antaño para perros verdes, cada vez goza de más adeptos por el norte. Ojalá se produzca el salto de los conciertos a los bares y podamos disfrutar también en breve de establecimientos que pongan esa música.

Nize, de punta en blanco.
 Como si les hubieran sacado de cajas gigantes y les habrían plantado en el mismo escenario, así se presentaron Molchat Doma, con esa frialdad glacial tan característica de su tierra. La influencia de Kraftwerk también se notaba por el ambiente, sobre todo al quedarse quietos como si fueran “The Robots” y en determinados pasajes sintéticos. Probablemente su vertiente más danzarina venga más por su fidelidad a los pioneros de la electrónica que a Bernard Sumner y compañía.

Pero si el post punk del este goza de unas cuantas señas de identidad reconocibles casi desde el primer minuto, lo mismo podría aplicarse a las composiciones de los bielorrusos. Desde homenajes poco velados a The Cure en “Lyudi Nadoyeli”, cuya intro parece calcada de “A Forest”, hasta piezas de corte soviético como “Ya Ne Kommunnist”, impensable en la imaginación de cualquier grupo más allá del Telón de Acero. De hecho, el título (yo no soy comunista) hasta podría tomarse como una declaración de principios, aunque ellos en alguna entrevista se hayan mostrado renuentes a explicar el significado de sus canciones. Que siga el misterio entonces.


Los movimientos del vocalista, que bebían indefectiblemente de Ian Curtis, eran otra de esas rarezas que no se suelen ver a menudo por estos lares, para quedarse hipnotizado. Y la voz profunda, de impecable factura, acompañaba esas peculiares muestras de entusiasmo. Al igual que si fueran germanos, se palpaba una tremenda profesionalidad  en cada nota, como si todo estuviera ya previsto, sin margen ninguno para la improvisación. La mentalidad eslava.

El poso ochentero se constituía en otra de las constantes de la velada, pese a que su matiz actual les impide convertirse en una banda con la nostalgia en vena. Y los jovenzuelos ahí andaban entregados a tope, tarareando melodías de sintetizador o hasta recitando en ruso, tiene que haber gente para todo. Eso de aprender chino mandarín ya es algo mainstream total.


Lejos de oficiar como autómatas, la capacidad de sorprender no se dejó de lado y muchos pusieron cara de póker cuando los de Minsk de repente terminaban un tema así sin avisar. Y la coreografía de otro planeta de su cantante sirvió de inspiración para que otros abajo del escenario copiaran esos gestos epilépticos y los reprodujeran con fidelidad religiosa. Los vídeos que pululan por la red sobre discotecas soviéticas ahí tendrían algo que decir.

La barrera idiomática y cultural apenas se sintió, ya que los temas de su último largo ‘Etazhi’ son universales para cualquiera metido un poco en el género, nada de complicaciones enrevesadas, van directos al grano, y si en algún momento te hacen mover los pies, pues bienvenido sea. El entusiasmo no disminuyó ni un ápice, incluso cuando anunciaron que se despedirían, el griterío subió en intensidad. Como pupilos que no deseaban perderse ni un detalle de la lección magistral.


Ante tal subidón, era evidente que regresarían sí o sí dando más cancha a esos sintetizadores pegadizos que confrontan su frialdad de la estepa. Con bajas temperaturas el cuerpo humano necesita conservar el calor humano de alguna manera y el ritual primitivo del baile parece una opción más que razonable en semejantes contextos.

Todo un lujazo ver por estos lares a un grupo de un estilo tan minoritario, y encima a reventar de peña. El post punk que vino del este en realidad siempre estuvo ahí, al alcance de los freaks de turno que no se conformaban con los tres o cuatro nombres típicos. Otra de las aportaciones al panorama occidental que debemos reconocer a los soviéticos. Como el kalashnikov.

TEXTO Y FOTOS: ALFREDO VILLAESCUSA





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