Kafe Antzokia, Bilbao
La palabra cantautor conserva un estigma ineludible en
castellano. En cuanto se menciona el término, la mayoría imagina a un señor
canoso envuelto en una polvorienta chaqueta de pana haciendo cling cling. No se
tarda tampoco nada en evocar aquellos lejanos tiempos de La Transición en los
que entonar determinadas letras o lenguas era un acto subversivo total. Hoy en
día poco queda de todo eso y algunos ilustres protagonistas de entonces como
Lluis Lach comparten sin pudor listas electorales con políticos aburguesados de
derechas.
Una figura que ha contribuido irremediablemente a despojar
de tantas connotaciones negativas al clásico compositor folk ha sido el bardo
asturiano Nacho Vegas, que enseguida extendió el abanico estilístico al abarcar
en una misma trayectoria las tinieblas de Nick Cave, el humo de Tom Waits, el
sabor del terruño americano de Townes Van Zandt o la inmortal elegancia de
Leonard Cohen, recargando además los textos de referencias postmodernistas al cine
o a la literatura.
Un año y unos meses después de que arrancara la gira de
‘Resituación’ en la capital vizcaína, volvía de nuevo a principios de semana a
un rebosante Kafe Antzoki plagado de tías con clase, tipos con americana, hipsters y alguna que otra camiseta de
Toundra. Fauna variopinta dispuesta a perderse en los vericuetos del lenguaje
que propone el de Gijón, aunque su antaño malditismo se haya diluido en pos del
compromiso político, en la línea precisamente de los cantautores tradicionales,
pura paradoja.
Pero la diferencia es que los poetas de la guitarra
contemporáneos no cantan a la libertad ni piden referéndums de autonomía, sino
que señalan a los responsables de la crisis, o mejor dicho, del expolio
perpetrado por la casta gobernante, exponen la realidad de los desahucios o el
escandaloso recorte de libertades de los últimos años. Una travesía del yo al
nosotros que confirma aquella vieja idea del metafísico John Donne de que “nadie es una isla, completo en sí mismo” sino
“un pedazo de continente, una parte de la
tierra”.
Por motivos laborales nos perdimos la actuación de Carmen Boza y únicamente alcanzamos el
final del último tema, por lo que tampoco estamos en condiciones de ofrecer
valoración ninguna. A poco de llegar, el rapsoda Nacho Vegas nos ponía el corazón en un puño con “Me he perdido”,
quizás una de las más geniales composiciones que se hayan escrito jamás sobre
el noble arte del cortejo humano.
Respaldado por una sólida banda que incluye músicos de
categoría como el experimental Joseba Irazoki o el teclista Abraham Boba, con
una muy digna trayectoria en solitario, el maestro de verdad se desnudó “sin quitarse el traje”, como bien dice
en esa canción que desborda clase junto a Christina Rosenvinge. Miraba hacia el
suelo a lo Mark Lanegan, casi implorando clemencia, o se apoyaba en el pie de
micro con la dignidad de un Cristo crucificado, a la par que se arrancaba con
temas de su todavía último disco como “Adolfo Suicide” o “Ciudad Vampira”, en
la que el personal gritó en el estribillo aquello de “matar vampiros”.
Pese a que en esta ocasión mostró su lado más decadente, no
tardó en surgir su vertiente comprometida con “Runrún”, que podría haber sonado
tranquilamente de fondo en el 15M. Y sobrecogedora fue asimismo “Polvorado”,
con Vegas y Boba cantando el estribillo en un principio a capella, tal vez hubiéramos levantado el puño en alto si no fuera
porque no pegaba demasiado en ese ambiente de cambio sensato que había
alrededor.
Al igual que uno de sus ídolos Bob Dylan, Nacho ha optado
por trascender lo que se escucha en estudio y añadir nuevos arreglos a las
composiciones, todo un acierto que convierte sus recitales en una experiencia
irrepetible, casi mística. El tono doliente de “Taberneros” lo acercó al otro
bardo Leonard Cohen, al tiempo que se crecía en el aspecto vocal y sus tonos
resonaban en el recinto como un eco del que era imposible abstraerse.
El costumbrismo de “Actores memorables” dio paso a la
reivindicativa “La vida manca”, que ganó enteros con los coros de Abraham Boba
y un solo de órdago que se marcó Joseba Irazoki. De poner pelos de punta se
tornó “Cómo hacer crac”, “un himno de las
radios libres”, según lo definió el propio Nacho hará unos añitos en su
actuación del Teatro Lara madrileño, en plena crisis precisamente. Testigo
privilegiado de nuestra época.
Y sorprendió recuperando “Perdimos el control”, con un rollo
muy Nick Cave e insuflando poso rockero a tan agónica pieza. Se reafirmó en la
miseria con “La gran broma final”, un apoteósico in crescendo en el que agarró el micro con una mano con la
elegancia de un crooner. Muchos en el
pasado le han criticado por su excesiva querencia al quebranto y hasta un
promotor me comentó que su música era “para
tirarse de un puente”, pero un servidor siempre aplaudió su valentía para
hablar de lo desagradable y lo políticamente incorrecto. El malditismo es en
realidad el último refugio de los tímidos.
Pero en medio de la amargura también es necesario ventilar y
permitir que la luminosidad entre, aunque sea de refilón, y eso se consiguió en
los bises con “Luz de agosto en Gijón”, que interpretó el bardo en solitario. Y
anunció una primicia con “Vinu, cantares y amor”, tema compuesto en un inicio
para Ramón Bilbao que publicará en breve en un EP. Toda una oda a
emborracharse, “la cosa más grandiosa del
puto mundo”, en definición de Thom Yorke, líder de Radiohead.
Y finiquitó el círculo con el himno a la decadencia “El
hombre que casi conoció a Michi Panero”, entonada con los ojos cerrados y
dedicada a ese inmortal vividor sin ocupación conocida que se ha transformado
en un antihéroe de leyenda. Imposible olvidarse del corte inédito de la noche
que Vegas consideraba “una
poesía sonora que narra el paseo y la vida de cada uno de nosotros. Un viaje
alrededor de muchos lugares, en el que las cosas buenas permanecen, una copa de
vino, un amor, una canción...”. Ese tipo de ideales por los que
merecería morir.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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