Kafe Antzokia, Bilbao
¿Quién dijo que la playa era para tipos rebosantes de
optimismo y ganas de vivir? Al margen de la masificación de los arenales
veraniegos, siempre existió la posibilidad de acercarse al mar por la noche, en
plena madrugada, cuando nadie en su sano juicio se atrevería a pasear por allí.
Una solución adecuada para librarse de todo el postureo de un plumazo y
encontrar la tan ansiada paz interior.
Las cuatro chicas de La Luz que recalaron aquella noche por
el piso con glamour del Kafe Antzoki bilbaíno seguro que sucumbieron alguna vez
a la tentación de caminar a oscuras por la costa. Uno se las puede imaginar con
facilidad alrededor de una hoguera o dibujando pentagramas en el suelo como las
chavalas misteriosas de ‘Jóvenes y brujas’. Espíritus inquietos que crean una
comunidad a espaldas del resto del mundo.
Porque a pesar de su resplandeciente nombre, la tragedia ha
golpeado en varias ocasiones a este cuarteto. Durante la grabación de su primer
álbum, por ejemplo, se produjo un tiroteo en el Café Racer de su Seattle natal
entre cuyas cinco víctimas había amigos de la líder Shana Cleveland. Simple
mala suerte, muchos pensarán, pero poco después sufrieron un accidente de
tráfico al volver de una actuación en Boise cuando su furgoneta patinó en el
hielo y fue embestida por un tráiler. Ni que les hubiera mirado un tuerto.
Indiferentes a su inquietante sombra, un respetable con
importante presencia femenina recibió a La
Luz, que desde el comienzo con “Oranges” se mostraron tan etéreas e
inalcanzables como las pibas de las ‘Rimas y Leyendas’ de Bécquer, con melodías
vocales que lo mismo bebían de The Raveonettes y el indie rock contemporáneo
que de los grupos de chicas de los sesenta tipo The Ronettes o The Shangri-Las.
Pero su rollo no era una Arcadia feliz en la que la única
preocupación residía en saber si el chico que les gustaba les había mirado,
flotaba un sentimiento lastimero en el ambiente, un trauma del pasado no
resuelto, algo que impedía a las muchachas entregarse al puro júbilo. Tal vez
sea todo un mero capricho de la edad y tenga que ver con aquellas declaraciones
de su cantante a la MTV en las que afirmaba que “le gustaba que la gente bailara cosas tristes”.
“Big Big Blood” se antojaba una especie de ensueño surf
rock, tan embriagante como el olor a porro. En realidad aquello era muy hippie,
muy de paz y amor, bastaba fijarse en los cuelgues sonoros que se marcaba la
teclista o en la cara de felicidad extrema de la batería, que casi parecía que
estaba fumada. Un entusiasmo que contrastaba con la frialdad de la morena
guitarra o el aire inaccesible de su líder de rasgos orientales, que iba muy a
su bola, sentándose a ras de escenario o cerrando los ojos como si fuera a entrar
en trance de un momento a otro.
Shana Cleveland confraternizando con la audiencia. |
Estaban muy conseguidos los coros, algo que se pudo apreciar
en “Sleep Till They Die”, y fomentaban el poso fantasmagórico presente en su
trayectoria que les hacía interesantes. Calculado o no, iban de misteriosas,
apenas hablaban al público, se recluían en su burbuja, aunque a veces asomaban
la cabeza para mover los pies y bailotear un poco en los temas surferos.
Les ha producido su segundo disco el tan en boga Ty Segall,
ajetreado multiinstrumentista que anduvo en la misma sala con su grupo Fuzz
hace pocos meses, pero lo cierto es que las chicas no abusaron de la
característica distorsión abrasiva de este último, sino que ejecutaron las
piezas limpias y cristalinas. Nada de esconderse detrás de muros sónicos, se
mostraron muy conjuntadas, revelando sólidas tablas y favoreciendo el ensimismamiento
por su niquelada técnica, igual que un chorro propulsado a presión, sin
titubeos.
El personal las contemplaba absorto y estallaba en danzas
con los cortes bailongos tipo “With Davey” o la tarantiniana “It’s Alive”, que
incluso podría servir para marcarse unos pasos con una serpiente colgando. Los
machos se movían de un lado a otro y las hembras traducían su devoción en una
suerte de gestos similares a los que uno contemplaría en un documental sobre
Woodstock o cualquier comuna hippie.
El colofón lúgubre se alcanzó con “Call Me In The Day”, que
funde las armonías vocales de los conjuntos de féminas sesenteros con un teclado
psicodélico a lo The Zombies, de los que decían que tenían un sonido bastante “oscuro” para la época. Y “You Disappear”
representa otro ejercicio de abstracción, como si hubieran recluido a su
vocalista en una urna y cantara desde allí o desde el fondo de un pozo. La
alegría de vivir, en modo irónico.
Teniendo en cuenta su aire distante, tampoco había que dar
por sentados los bises, pero se animaron a regresar con una suerte de mantra
cadencioso, que fue como si nos arroparan con edredón y todo, antes de
susurrarnos al oído “Easy Baby”, un corte vintage
a lo Lana del Rey, diva absoluta de los indolentes. Ale, a la cama.
Pues tuvo su punto esta curiosa cata de surf lánguido, una
amalgama necesaria entre los rayos de sol y los nubarrones. Quizás al final
todo esté relacionado con el peculiar entorno de Seattle y esa constante
cortina de lluvia que cubre la ciudad la mayor parte del año. A los auténticos
surfistas se la suda el tiempo, se lanzan al agua igualmente.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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