Sala Santana 27,
Bilbao
A mí que no me engañen. Gente como los recientemente
fallecidos Lemmy Kilmister o David Bowie en realidad estaban hechos de otra
pasta a años luz de la de los simples mortales. Uno de ellos todo un epítome de
la autenticidad, que casi hasta el final de su vida bebió y fumó lo que le vino
en gana, y el otro, un alma creativa infatigable que tras sobrevivir a seis
ataques al corazón y batallar contra un cáncer de hígado todavía le quedaban
ganas para componer un álbum de despedida y pensar en otro más que por
desgracia no pudo materializar. Seguramente pasarán decenios hasta que volvamos
a encontrar otro par de ejemplos tan edificantes.
Alguien dijo que Axl Rose fue el último gran cantante a la vieja
usanza y unos calificativos similares se han aplicado a los británicos The
Darkness. Y tal vez si no acabaran engullidos en una espiral de drogas y éxito
mal digerido podrían haber conseguido ser tan grandes como Queen, como bien
apuntaba un colega el otro día. Desde luego no está al alcance de cualquiera
facturar himnos globales del calibre de “I Believe In A Thing Called Love” y
lograr que se canturree un estribillo de una punta a otra del planeta.
Justin Hawkins a punto de echar a volar. |
Para abrir la velada, el dúo escocés The River 68’s se reveló como una opción muy potable, con un
cantante de órdago que daba gusto oírle interpretar “Fever” de Aerosmith u
otros temas más en clave rock acústico de poso country. Quizás en otro momento
habrían llamado más la atención que en una sala sedienta de electricidad y
riffs contundentes. La verdad es que no eran horas para tonadillas sosegadas,
pero lo dicho, su competencia estaba fuera de toda duda.
The River 68's. |
Fieles a su filosofía epatante, The Darkness iniciaron su turno con una intro épica reminiscente de
campiñas escocesas o irlandesas y acto seguido se arrancaron con “Barbarian”,
con ese aire guerrero que caracteriza algunos cortes de su material más
reciente. Se le notó bastante más delgado al líder Justin Hawkins, ataviado con
traje de rayas a lo Beetlejuice, y aunque jure que en la actualidad se
encuentra libre de cualquier tipo de sustancia perniciosa, la chaladura la
sigue manteniendo en su apogeo.
Pocos frontman
pueden presumir de quedarse de tal manera con la peña, aunque en ocasiones
resultaban un tanto cargantes su cúmulo de payasadas. Pero uno afinaba el oído,
distinguía himnos como “Growing On Me” de su debut y casi se olvidaba de todo
lo demás. Y el resto del entregado personal parecía pensar lo mismo, pues el
desmelene estuvo presente desde el comienzo y nadie quiso hacer de aguafiestas en
el fiestón que se estaba gestando
Apelaron a los clásicos con un apabullante “Black Shuck”
antes de que el voceras hiciera poses de ballet y pegara un salto desde la
batería. El espectáculo visual de Justin era un no parar, hasta el punto de que
dejara relegados a los demás al papel de meras comparsas. Como niño caprichoso,
parecía exigir atención en cada momento, ya sea poniendo el culo en pompa o
bromeando con el respetable a propósito de las pancartas o guitarras de
plástico que recibía.
Desde el punto de vista musical, lo que no se entiende en
absoluto es que habiendo facturado el decente redondo ‘Last Of Our Kind’ lo
releguen de tal manera al fondo del cajón en beneficio de su glorioso primer
disco, que tocan prácticamente entero. Salvan de la quema los anodinos “Roaring
Waters” y “Mudslide” y ni siquiera se amilanan ante las peticiones de “Open
Fire”, una de sus piezas más tralleras. Y no acordarse del tema homónimo “Last
Of Our Kind” también tiene delito.
Eso no significa que su bolo fuera aburrido, todo lo
contrario, su repertorio apenas contiene mácula, algo complicado con los riffs
pegadizos de “One Way Ticket” o ese baladón digno de recopilatorio ochentero “Love
Is Only A Feeling”, sin duda uno de los momentos cumbres de su show, en
especial cuando los guitarras enarbolaron los mástiles y el batería saltó por
encima. Un festival de acrobacias.
Nos mosquearon empero unos cuantos parones que cortaban el
rollo de un plumazo, aunque al volver enseguida nos calentaban y pelillos a la
mar. Para “Friday Night” sacaron un piano inmenso, con una función más
ornamental que práctica, y en “English Country Garden” los excesivos falsetes
pusieron las miradas en Rufus Tiger Taylor, hijo del mítico batería de Queen,
toda una incorporación que casi se antoja una ironía del destino.
Y por supuesto los ánimos se exaltaron con el hit interestelar “I Believe In A Thing
Called Love”, imprescindible para que la concurrencia se desfogara como si
estuviera en un videoclip. En los bises, el inefable Justin nos sorprendió con
un pantalón corto de club de golf que daba cierta grima, por lo menos tuvo el
detalle de no sumarse a esa horrenda moda de recortarlo para que se vieran bien
las nalgas, como hacen las jóvenas de hoy en día.
Puro contorsionismo. |
Volviendo a la música, agradó su versión endurecida del
“Street Spirit (Fade Out)” de Radiohead y el colofón con el alargado “Love On
The Rocks With No Ice” se tornó un tanto cansino, pese a que siempre es un
puntazo ver a Justin desfilar entre la muchedumbre mástil en ristre. Nada mejor
que finalizar semejante sesión de histrionismo mientras sonaba por los
altavoces el “Time Of My Life” de la BSO de ‘Dirty Dancing’. Con la pluma
intacta.
No sé si The Darkness serán realmente los últimos de su
especie, lo que sí está claro es que lo suyo sigue siendo algo más que subirse
a un escenario. Recuerdos de un tiempo en el que la palabra estrella de rock
todavía significaba un estado de ánimo o una actitud especial ante la vida.
TEXTO: ALFREDO
VILLAESCUSA
FOTOS: MARINA ROUAN
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