martes, 21 de febrero de 2017

THE MYSTERY LIGHTS: ESCLAVOS SEXUALES



Kafe Antzokia, Bilbao

No hay que dejar llevarse por las expectativas, por muy altas que sean. Solo provocan desengaños, mejor darse a las drogas, al alcohol o cualquier otra cosa menos dañina para el espíritu. Pero en ocasiones nos calientan la cabeza, leemos hojas de promoción que los consagran como la nueva maravilla contemporánea, escuchamos el disco y vaya, no está mal. Y luego ya por último miramos sus pintas de saltimbanquis, de peña guay, enrollada, que seguro que lo da todo en el directo, aunque cobren casi veinte pavos con un único disco en el catálogo.

Quizás parte de la culpa resida en la prensa musical que en un alarde de excesivo entusiasmo comparó a The Mystery Lights con el coloso Ty Segall y que además ha visto en ellos ecos de The Sonics, MC5 y The Kinks. Normal que se les suba el pavo a la cabeza cuando les sueltan esos cumplidos, es el equivalente periodístico al castizo piropo obrero que vale lo mismo para una fémina despampanante que para una fregona con patas. Hay que filtrar, señores, y reservar únicamente las alabanzas para los que realmente lo merezcan. No al baboseo, desterremos esa nauseabunda costumbre de nuestras vidas cuanto antes.


Los presentan como unos muchachos desaliñados de Brooklyn y como estrategia comercial tal vez tenga cierta justificación, ya se sabe que eso de hacerse el tirado vende. Y parece que el reclamo ha surtido efecto, pues se congregó en la parte superior del Kafe Antzoki una nutrida multitud mixta para arropar a estos sobrevalorados chavales, que demostraron capacidad para epatar en las distancias cortas, es verdad, aunque aquello tampoco fue la panacea. Vayamos al lío.

Reverenciando al máximo la atmósfera de garito irrumpieron The Mystery Lights con la intro que abre su debut y su embriagante “Follow Me Home” que daba ya las pistas de las coordenadas por las que se movería la velada. Puro sonido vintage que mezclaba garaje, espesura psicodélica e incluso algo de rabia punk, en especial, cuando a su cantante le daba por pegar saltitos, un recurso que a la primera hacía gracia, pero a la quinta o sexta ya se tornaba un tanto repetitivo.


“Flowers In My Hair, Demons In My Head” supuso un descenso en la fantasmagoria de ecos sesenteros, al tiempo que se enredaban en improvisaciones que evocaban a The Doors. Sin desviarse un milímetro del guión establecido en su bautismo discográfico, “Too Many Girls” recordaba a la British Invasion, pero alcanzaron uno de los picos de la noche con una canción ajena, el “Hey Joe” de Jimi Hendrix, revitalizado con furia garajera e impecable en sus arremetidas.

Tenían su punto, no cabe duda, aunque algunos lo flipaban demasiado, caso de esa chica guiri de la primera fila que casi parecía encontrarse en la quinta dimensión de puro éxtasis. Y otros de aspecto hippie que podrían ser sus compis, tampoco le iban a la zaga cuando agitaban la cabellera como poseídos ante los punteos descacharrantes que se marcaban los chavales y su aire hipnótico.


El trance estaba permitido, no había problema en desfogarse, como la hembra que restregó el pompis casi con el borde del escenario, debe ser uno de los efectos que produce su música. Los aullidos también podrían considerarse otro de los síntomas colaterales derivados de su escucha. Molaban, sonaban frescos, potentes, pero para alcanzar esos niveles de enajenación mental, no sé yo.

Su bolo se esfumó en un santiamén, eso sí, lo cual siempre es una buena señal y sin darnos cuenta llegamos a los bises con una versión de Dead Moon, su tema “Dead Moon Night”, según nos chivó posteriormente el fotógrafo y exhaustivo documentador Dena Flows. Todo un acierto recuperar en los estertores a estos veteranos de la escena de rock alternativo de Portland y así enlazar con cierto rollo decadente a lo The Stooges o Dead Boys, me pregunto cuántos asistentes reconocerían el detalle. Lo mejor del concierto, ahí echaron las agallas que quizás les faltaran en algunos momentos. Épico. 


De esta guisa se despidieron el saltimbanqui y sus compis, uno de ellos, por cierto, llevaba una camiseta que decía “Trump es mi esclavo sexual”. Tal vez la peña fuera demasiado indulgente con ellos, podrían haber sacado la fusta, azotarnos sin piedad y nadie se hubiera quejado. Hacernos sus esclavos sexuales, vaya. Zas.

TEXTO Y FOTOS: ALFREDO VILLAESCUSA


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