Kafe Antzokia, Bilbao
El movimiento hippie suscitó tanta adhesión como rechazo. No
en vano los punks odiaban a muerte su ingenuo buenrollismo y su exceso de
mística, aparte del tremendo choque social inevitable entre los hijos de
familias adineradas y los quinquis de baja estofa sin otra cosa que no sea
rabia en sus corazones. Era inmenso también el contraste entre los trallazos
directos a la yugular de dos minutos y las enrevesadas improvisaciones
psicodélicas que podían alcanzar tranquilamente la media hora. Inofensivos
porros frente a drogas duras, he aquí la cuestión.
Ya solo mencionar el nombre de Grateful Dead evoca
interminables jams instrumentales de
esas en las que uno podría dormirse de pie. Un simple prejuicio que es solo
verdad en parte, ya que aunque los californianos abanderaron esas idas de olla
tan características de mediados de los sesenta, rechazaban de plano cualquier
intento de categorizarlos en un género concreto y por eso echaban a su peculiar
caldero todo elemento que tomaban prestado de otros estilos, ya sea del jazz,
el blues tradicional, el folk o el country. Y mientras el resto de sus
contemporáneos se limitaban a interpretar el mismo repertorio noche tras noche,
ellos ahorraban en papel y decidían lo que iban a tocar en el mismo momento de
la actuación.
Pese a que la propuesta de revitalizar el legado de los de
Palo Alto resultaba por lo menos bastante curiosa a priori, no consiguió
seducir a multitudes, aunque se vieron por el Kafe Antzoki banderas y camisetas
de Grateful Dead que pensábamos que ni existían. Había incluso grupillos de
hippies que parecían puestos de ácido y bailaban como en Woodstock, como la
pareja que teníamos al lado, a los que se unió posteriormente Sara Íñiguez, la
estilosa vocalista de Rubia que llevaba un conjunto retro para la ocasión.
Para ir pillando el puntillo, el vizcaíno de origen holandés
Peter Abels repasó la trayectoria de
Syd Barrett con piezas claves como “See Emily Play” o “Matilda Mother” en un
formato intimista, quizás demasiado, como si fuera un cantautor vasco tipo
Ruper Ordorika o Mikel Urdangarin. Y el tipo no lo hacía mal a pesar de su
rollo excesivamente sosegado, una circunstancia que provocó que las cacatúas
lograran hacerse fuertes en la parte de atrás y hubiera que mandarlas callar en
ese inmortal “Wish You Were Here” que la puretada entonó como si estuvieran
allí los verdaderos Pink Floyd. Estuvo decente a modo de aperitivo lisérgico,
aunque eso de rescatar también “A Day In The Life” porque en el estudio de al
lado grababan The Beatles parecía un poco cogido con pinzas.
El vizcaíno de origen holandés Peter Abels |
Íbamos un tanto con miedo de acabar sepultados en la maraña
de la espesura de Grateful Dead, pero cuando se encarga de sacar lustre una
banda tan competente como los bilbaínos Still
River entonces aquello no se acerca ni de lejos a una tortura china,
incluso aunque uno no esté muy familiarizado con el repertorio. Mucho menos si
aparecen en escena con un par de baterías sincronizadas y un vocalista/
guitarrista que punteaba como un dios, un puro espectáculo para no perderse ni
el más mínimo detalle.
“Samson &Delilah” sirvió de señal para que la pareja de
hippies mencionada anteriormente viajara en un túnel del tiempo hasta el
corazón de la contracultura y se moviera al igual que lo harían en un festival
al aire libre de la época. “¡No daban
ponche de ácido en la entrada!”, se quejaba el cantante que emulaba de
forma muy solvente a Jerry García, pero algunos de los presentes ya parecían
entonces en la quinta dimensión, atrapados totales con la mirada en el vacío
que de vez en cuando despertaban y se ponían a aplaudir mientras otros sufrían
un movimiento de pierna perpetuo. Era lo normal, puesto que la habilidad de los
oficiantes se antojaba descomunal, una extraordinaria destreza que podría
enganchar hasta a los neófitos.
“Juro que no he tomado
nada, pero os daría a todos un abrazo”, confesó el vocalista en un alarde
de efusividad que ni Albert Rivera. Y aunque el wah-wah de “Fire On The
Mountain” y sus inevitables divagaciones indujeran indefectiblemente al trance,
hubo de veras fraternidad y calor humano, por mucho que la mente de algunos se
encontrara a miles de kilómetros de distancia.
El buenrollismo hippie alcanzó uno de sus puntos álgidos con
“Brokedown Palace”, con su tono casi de oración a la madre Tierra, y el rock n’
roll primigenio de “One More Saturday Night” desató coreografías dignas de
guateque sesentero, sin olvidar tampoco el himno “Sugar Magnolia”. Parece
mentira, pero todavía hay gente que sigue llevando chalecos de pana.
Presa del subidón, la pareja hippie se apresuró a liar un
porro, a la antigua usanza, nadie se despelotó, eso sí. Se hubiera entendido,
sin embargo, cualquier reacción de entusiasmo desmedido, por ejemplo, en la
inmensa “Truckin’”, con tantas improvisaciones como los propios Grateful Dead y
unos punteos magistrales de elevar el espíritu. El pianista, tal vez crecido
ante un respetable tan emocionado, no dudó en regodearse en un solo que fue
recibido con aullidos y para echar el resto y mantener el colocón fue “Goin’
Down The Road Feeling Bad”, otra prueba más de su indiscutible solvencia. Para
quitarse el sombrero.
Y en los bises, los punteos de “Franklin’s Tower”
adquirieron de nuevo cualidades épicas, al igual que las divagaciones de
teclado. Se nota que han mamado a conciencia la filosofía Grateful Dead, no en
vano en sus bolos regulares no escatiman en versiones de los californianos. El
ponche de ácido les ha calado muy hondo. Los muertos ya pueden estar
agradecidos.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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