Satélite T, Bilbao
El rock n’ roll es un ejercicio de arrogancia, decía el gran
Jorge Martínez de Ilegales. Eso lo sabían de sobra aquellos muchachos que a
comienzos de los setenta empezaron a pintarse las uñas, a llevar cardados
imposibles y a rebuscar en los armarios femeninos en un alarde de provocación
que todavía sigue rasgando vestiduras a día de hoy. Hacía falta glamour en la
escena, recuperar aquella elegancia de antaño, abolir esa trasnochada estética
de macho alfa y reivindicar ese componente peligroso que se había perdido entre
el buenrollismo hippie.
Los ingleses Ming City Rockers han recogido ese testigo y le
han incrementado las revoluciones hasta acercarse al salvajismo de The Stooges
o MC5, sin renunciar tampoco a una sensibilidad pop que les lleva a grabar
discos redondos de menos de treinta minutos, sin rollos, pura inmediatez punk.
Por su estilizada imagen, nadie diría que se criaron entre el olor tóxico de la
planta petroquímica de la ciudad de Immingham, apodada “Ming”, un hecho que les
sirvió para su bautismo al tiempo que se inspiraban también en el “Clash City
Rockers” de The Clash.
No parecía haber mejor antídoto para la resaca ese domingo,
por lo que la cita en el Satélite T era obligada, no todos los días uno tiene
la oportunidad de contemplar a émulos de New York Dolls. Y el personal
respondió abarrotando una vez más el garito y demostrando que cualquier hora es
buena para meterse un chute de rock n’ roll en vena. La aspirina perfecta para
borrar los estragos de la noche anterior.
Haciendo gala de una actitud apabullante, Ming City Rockers marcaron sus
coordenadas con los riffs contagiosos de “Sell Me A Lemon” antes de pisar el
acelerador en “Death Trap”. Ahora que se habla tanto de visibilizar a las
mujeres también en los festivales, pensamos que por su carácter paritario
podrían contratarles en el Azkena y así cumplir los estándares adecuados de la
dictadura de lo políticamente correcto, aunque lo cierto es que a las chicas
algo más de vidilla ya les haría falta en el escenario, pues a menudo se
mostraban imperturbables. Sería esa endémica frialdad inglesa.
El que montaba el numerito sin lugar a dudas era su ambiguo
e inquieto vocalista, que lo mismo traspasaba la valla de separación para
sentir el sudor de los fieles que se arrodillaba frente a la guitarrista de
apariencia oriental para lamer las cuerdas. Espectáculo puro y duro en el que
no se andaban con remilgos al presentar las canciones, caso de “I’m Not The
One”, que no tenía nada que ver con pretensiones románticas, sino con “follar”, según anunciaron.
Su nihilismo se desbordaba a borbotones y recordaban quizás
en exceso a las muñequitas neoyorquinas en “All I Wanna Do Is Waste My Time
With You”, pero no perdían tampoco de vista el espíritu incendiario de MC5.
Pildorazos de apenas dos minutos que valían para desperezar de un plumazo con
su tralla protopunkarra.
Uno de los momentos álgidos del recital fue cuando el activo
frontman se dio el esperado baño de
masas y desapareció entre la multitud mientras en el escenario se enredaban con
punteos blueseros. En su periplo preguntó a ver si había por ahí algún músico
igual que cuando en las pelis solicitan un médico y casualidad que estaba en el
recinto el polifacético DJ y guitarrista Rudy Mental, que no se cortó en subir
a tocar un tema con ellos. Un colofón que solo podría engrandecerse agarrando
el cartel de Rabba Rabba Hey y retornando al roce humano al grito de “¡This is rock n’ roll!”. Brutal.
Con este panorama tan caldeado, los bises se exigieron a
pleno pulmón, pero el entusiasmo de la parroquia era tal que tuvieron que salir
por segunda vez. “¡Nos gusta que nos
jodan, sí!”, decía el voceras con descaro antes de cascarse un impepinable
“I Don’t Mind If You Don’t Mind” en el que rememoraron esos punteos que saltan
chispas a tope de revoluciones de la primera época de The Stooges. Lo único que
faltó fue untarse el torso con crema de cacahuete. Pasote.
Aquello no llegó ni siquiera a la hora, fiel a la máxima de
brevedad que ya propugnan en estudio, pero ya les gustaría a muchos legar bolos
tan incisivos y contundentes como el de ese mediodía. Sin pajas instrumentales
ni mierdas, directos al grano, sin marear la perdiz y manteniendo una inefable
elegancia de desarrapados proletarios. La dignidad de los parias y marginados.
Eran unos tirados con clase, desde luego.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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