Satélite T, Bilbao
Lo bueno que trajo el advenimiento del punk fue el elogio a
la inmediatez constante y que se pudiera mandar a cascarla sin que a uno le
mirasen mal a todos esos ombliguistas encantados de haberse conocido que no
dejaban de masturbar mástiles y aburrir con sus soberanos peñazos para
virtuosos. Aquello de menos es más se convirtió en una verdad como un templo de
grande y una máxima imprescindible que despojaría al panorama musical de esas
irrefrenables ganas de marear la perdiz que alcanzaron su cenit a mediados de
los sesenta.
Pertenecientes a la primera oleada del punk, los londinenses
Chelsea se enorgullecían tanto de su lugar de procedencia y de sus orígenes de
clase obrera que decidieron llamarse como un popular barrio bohemio de su
ciudad en el que llegaron a vivir miembros de The Beatles o The Rolling Stones
y al final se convirtió en una zona de exclusivos pudientes y una de las
mayores concentraciones de famosos por metro cuadrado del planeta. Fue además
uno de los epicentros de la movida del imperdible surgida a finales de los
setenta, lo cual no desentonaba con su tradición de residentes librepensadores,
no en vano por esos lares Oscar Wilde escribió ‘La importancia de llamarse
Ernesto’ y Mary Quant diseñó la primera minifalda.
Por muchos bailes de formación y temporadas en el dique seco
que hayan soportado, pocas bandas pueden presumir de haber superado las cuatro
décadas desde que en 1976 un tal Gene October pusiera un anuncio en Melody
Maker y le respondieran unos tipos que más tarde formarían Generation X, entre
ellos un tal William Broad que más tarde sería conocido como Billy Idol. Y en
todo este tiempo no se les han quitado las ganas de seguir aportando su granito
de arena al panorama publicando el pasado junio ‘Mission Impossible’ y
embarcándose en una nueva gira a sus años. Con un par.
Eso en la teoría porque en la práctica tampoco puede decirse
que Chelsea se dejen la piel sobre
el escenario. Vale que el Satélite T no anduviera a reventar de peña aquella
noche, pero no nos cansaremos de repetir que es en tales trances donde
sobresalen los músicos de verdad de los vulgares funcionarios. Con pintas de
quinquis veteranos, los míticos punks no bucearon demasiado en su catálogo al
recurrir de primeras a clásicos de su debut o su segundo disco como “Twelve
Men”, “How Do You Know” o “I’m On Fire”. Había que celebrar el aniversario.
Oficiaron a piñón fijo con temas a toda pastilla que casi se
atropellaban unos con otros y demostraron que el punk en realidad era esto y no
mierdas patineras. No eran tampoco de los que se enredaban en interminables
parrafadas, de hecho, un escueto “Are you
all right?” fue quizás el único parlamento que pudimos escuchar antes de un
rotundo “War Across The Nation” que ya era suficientemente elocuente por sí
mismo.
“No Admission” se antojaba una de las piezas fundamentales
en su historia, al igual que “No-One’s Coming Outside”, otro de esos singles que contribuyeron a cimentar la
leyenda, de hecho, tenían tantos cortes desperdigados por ahí editados como
sencillos que después de su debut tuvieron que sacar una recopilación de todos
ellos llamada ‘Alternative Hits’. En esa situación se encontraba asimismo su
piedra angular “Urban Kids”, en la que su voceras cedió el micro a la concurrencia,
todo un alarde de efusividad en un bolo en el que los gestos de acercamiento
podrían contarse con los dedos de una mano. Pero eso tampoco era gran problema,
no habíamos ido allí a hacer amigos.
Lo que sí que se tornaba verdaderamente preocupante era que
se retiraran para los bises al de unos escasos 40 minutos que no cumplían el
expediente por muy punk que uno fuera. Menos mal que tuvieron el detalle de
regresar al de poco con su himno obrero “Right To Work”, algo que les pegaba
por completo pues por su pinta no sería raro que hubieran trabajado en su
juventud en el sector de la construcción. Visto y no visto.
Aquello sabía a poco y hasta el dueño del garito ponía el
grito en el cielo con un “¡Esto no puede
ser!”. Los tipos no se estiraban mucho, no, así que cuando volvieron de
nuevo casi parecía una especie de carta otorgada, y eso que ni siquiera habían
alcanzado los sesenta minutos. Nos tuvimos que pirar a toda mecha hacia Radio
Moscow, que esos sí empezaban a la hora y no se andaban con tonterías, pero nos
contaron que por la presión ambiental no les dejaron marcharse de rositas y
para llegar a unos mínimos tuvieron que retornar por enésima vez, no sin
ponerse un poco dignos, al igual que cuando un niño no se quiere terminar la
comida de un plato. Castigados sin cenar.
Algunos asistentes se tomaban el asunto con una mezcla de
indignación y coña marinera y soltaban cosas como “45 minutos los cabrones” y otro respondía sonriendo: “¡Como los buenos!”. Vale que la máxima
de menos es más sea ley, pero tampoco hay que pasarse. A la próxima que
ofrezcan un repertorio acorde a las leyendas que son. En el Londres de finales
de los 70 seguramente no se lo hubieran permitido. Bajo amenaza de lluvia de
escupitajos.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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