miércoles, 15 de marzo de 2017

STILL RIVER vs GRATEFUL DEAD: PONCHE DE ÁCIDO



Kafe Antzokia, Bilbao

El movimiento hippie suscitó tanta adhesión como rechazo. No en vano los punks odiaban a muerte su ingenuo buenrollismo y su exceso de mística, aparte del tremendo choque social inevitable entre los hijos de familias adineradas y los quinquis de baja estofa sin otra cosa que no sea rabia en sus corazones. Era inmenso también el contraste entre los trallazos directos a la yugular de dos minutos y las enrevesadas improvisaciones psicodélicas que podían alcanzar tranquilamente la media hora. Inofensivos porros frente a drogas duras, he aquí la cuestión.

Ya solo mencionar el nombre de Grateful Dead evoca interminables jams instrumentales de esas en las que uno podría dormirse de pie. Un simple prejuicio que es solo verdad en parte, ya que aunque los californianos abanderaron esas idas de olla tan características de mediados de los sesenta, rechazaban de plano cualquier intento de categorizarlos en un género concreto y por eso echaban a su peculiar caldero todo elemento que tomaban prestado de otros estilos, ya sea del jazz, el blues tradicional, el folk o el country. Y mientras el resto de sus contemporáneos se limitaban a interpretar el mismo repertorio noche tras noche, ellos ahorraban en papel y decidían lo que iban a tocar en el mismo momento de la actuación.


Pese a que la propuesta de revitalizar el legado de los de Palo Alto resultaba por lo menos bastante curiosa a priori, no consiguió seducir a multitudes, aunque se vieron por el Kafe Antzoki banderas y camisetas de Grateful Dead que pensábamos que ni existían. Había incluso grupillos de hippies que parecían puestos de ácido y bailaban como en Woodstock, como la pareja que teníamos al lado, a los que se unió posteriormente Sara Íñiguez, la estilosa vocalista de Rubia que llevaba un conjunto retro para la ocasión.

Para ir pillando el puntillo, el vizcaíno de origen holandés Peter Abels repasó la trayectoria de Syd Barrett con piezas claves como “See Emily Play” o “Matilda Mother” en un formato intimista, quizás demasiado, como si fuera un cantautor vasco tipo Ruper Ordorika o Mikel Urdangarin. Y el tipo no lo hacía mal a pesar de su rollo excesivamente sosegado, una circunstancia que provocó que las cacatúas lograran hacerse fuertes en la parte de atrás y hubiera que mandarlas callar en ese inmortal “Wish You Were Here” que la puretada entonó como si estuvieran allí los verdaderos Pink Floyd. Estuvo decente a modo de aperitivo lisérgico, aunque eso de rescatar también “A Day In The Life” porque en el estudio de al lado grababan The Beatles parecía un poco cogido con pinzas.

El vizcaíno de origen holandés Peter Abels
 Íbamos un tanto con miedo de acabar sepultados en la maraña de la espesura de Grateful Dead, pero cuando se encarga de sacar lustre una banda tan competente como los bilbaínos Still River entonces aquello no se acerca ni de lejos a una tortura china, incluso aunque uno no esté muy familiarizado con el repertorio. Mucho menos si aparecen en escena con un par de baterías sincronizadas y un vocalista/ guitarrista que punteaba como un dios, un puro espectáculo para no perderse ni el más mínimo detalle.

“Samson &Delilah” sirvió de señal para que la pareja de hippies mencionada anteriormente viajara en un túnel del tiempo hasta el corazón de la contracultura y se moviera al igual que lo harían en un festival al aire libre de la época. “¡No daban ponche de ácido en la entrada!”, se quejaba el cantante que emulaba de forma muy solvente a Jerry García, pero algunos de los presentes ya parecían entonces en la quinta dimensión, atrapados totales con la mirada en el vacío que de vez en cuando despertaban y se ponían a aplaudir mientras otros sufrían un movimiento de pierna perpetuo. Era lo normal, puesto que la habilidad de los oficiantes se antojaba descomunal, una extraordinaria destreza que podría enganchar hasta a los neófitos.



“Juro que no he tomado nada, pero os daría a todos un abrazo”, confesó el vocalista en un alarde de efusividad que ni Albert Rivera. Y aunque el wah-wah de “Fire On The Mountain” y sus inevitables divagaciones indujeran indefectiblemente al trance, hubo de veras fraternidad y calor humano, por mucho que la mente de algunos se encontrara a miles de kilómetros de distancia.

El buenrollismo hippie alcanzó uno de sus puntos álgidos con “Brokedown Palace”, con su tono casi de oración a la madre Tierra, y el rock n’ roll primigenio de “One More Saturday Night” desató coreografías dignas de guateque sesentero, sin olvidar tampoco el himno “Sugar Magnolia”. Parece mentira, pero todavía hay gente que sigue llevando chalecos de pana.


Presa del subidón, la pareja hippie se apresuró a liar un porro, a la antigua usanza, nadie se despelotó, eso sí. Se hubiera entendido, sin embargo, cualquier reacción de entusiasmo desmedido, por ejemplo, en la inmensa “Truckin’”, con tantas improvisaciones como los propios Grateful Dead y unos punteos magistrales de elevar el espíritu. El pianista, tal vez crecido ante un respetable tan emocionado, no dudó en regodearse en un solo que fue recibido con aullidos y para echar el resto y mantener el colocón fue “Goin’ Down The Road Feeling Bad”, otra prueba más de su indiscutible solvencia. Para quitarse el sombrero.

Y en los bises, los punteos de “Franklin’s Tower” adquirieron de nuevo cualidades épicas, al igual que las divagaciones de teclado. Se nota que han mamado a conciencia la filosofía Grateful Dead, no en vano en sus bolos regulares no escatiman en versiones de los californianos. El ponche de ácido les ha calado muy hondo. Los muertos ya pueden estar agradecidos.

TEXTO Y FOTOS: ALFREDO VILLAESCUSA



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