lunes, 27 de mayo de 2024

ÑU: MUCHO MÁS QUE UNA LEYENDA

 

Sala Stage, Bilbao

 

Hay conciertos que se quedan grabados a fuego en la memoria, no necesariamente por lo intenso de la experiencia, sino por otros detalles más bien diferentes. Tal fue el caso del sonado recital de Ñu en la sala Bilborock de Bilbao hace ya más de veinte años en el que José Carlos Molina lanzó la flauta al suelo y aseguró a los presentes que vivirían poco menos que una noche de infierno. 


Tal vez por este motivo ha costado varias décadas que Ñu, uno de los nombres fundamentales de la escena patria, regresara a la capital vizcaína y así resarciera a aquellos fieles que se quedaron con un palmo de narices en su anterior visita. Hubo ya un intento de traer a Molina antes de la pandemia, pero tuvo que ser cancelado, por lo que casi parecía irreal que por fin llegara tan deseado momento.

El personal respondió abarrotando la bilbaína sala Stage hasta alcanzar una afluencia más que considerable en los tiempos que corren de sobreabundancia de ofertas culturales. Esa misma jornada había otros conciertos interesantes en las inmediaciones, pero no quedaba otra que tirar de militancia para apoyar a un grupo cuyas letras siempre nos parecieron dignas de conservar en una urna a salvo de ofendiditos y otros meapilas contemporáneos.

Pese a que todavía no habían presentado en la ciudad el disco ‘Yo estoy vivo’, el recital con el que Ñu cerraron viejas heridas tampoco se basó en exclusiva en el material más reciente, sino que consistió en un repaso muy bien equilibrado a su trayectoria. En definitiva, lo que más apetecía a los fans de toda la vida, dicho esto sin minusvalorar un esfuerzo tan encomiable como el de su última placa de estudio.

Fijo que en pocas quinielas estaría ese soberbio comienzo con la reivindicación de la vida canalla y nómada de “Trovador de ciudad”. Bienaventurados sean los que duermen en sofás. El clásico “Manicomio” siguió añadiendo magia a la velada, al tiempo que nos permitía admirar la sólida banda que lleva Molina en la actualidad con ilustres veteranos como el guitarrista Manolo Arias (Bella Bestia) y nuevas adquisiciones tan talentosas como la violinista Sara Ember (Last Days of Eden).

“La sirena del lago” o “Cabalgando entre los muertos” implicaban el enganche de Molina y compañía con la contemporaneidad y su voluntad de no vivir de las rentas, como hacen muchos al llegar a cierta edad. Nada que ver con el caso del mítico flautista, que demostró un estado de voz bastante decente para un señor que ya casi alcanza los setenta años. Lógico que de vez en cuando aprovechara los intervalos instrumentales para descansar, pero a ver qué viejo guerrero es capaz de una gesta similar.

Lo que tampoco ha perdido Molina a lo largo de los años es su peculiar sentido del humor y una forma de hablar sin pelos en la lengua que le transformaban en una especie de punk dentro del heavy rock estatal. En este sentido, preguntó si a alguno de los asistentes le perseguía la policía o Hacienda antes de arrancarse con el himno “Más duro que nunca”, que no necesitaba presentación alguna y además servía de rotundo manifiesto. Hasta incluyó una referencia al inolvidable “Land of the 1000 Dances” de Wilson Pickett.

Y no dudó en calificar “Animales sueltos” como una canción “de la vieja escuela”, un concepto que lo entendía de primeras aquella privilegiada generación que nació antes de las redes sociales y otros instrumentos de control tecnológico. Cuando para informarse había que leer en un libro y no en una fría pantalla.

Pisaron el acelerador con “La danza de las mil tierras”, con un Molina pletórico a la flauta y una banda que engrandecía temas ya de por sí históricos. “Tocaba correr” puso la nota sentimental al evocar farras pretéritas, la verdadera patria de cualquier persona decente, por mucho que el poeta Rilke dijera que ese lugar le correspondía a la infancia.

Los fragmentos instrumentales incrustados aquí y allá se revelaban como una manera de dosificar fuerzas, pero no hay nada malo de ello, peores son los que no son conscientes de sus limitaciones y al final ofrecen a sus espectadores un show de mierda por ir de gallos. Esta vez pudo decirse que Molina tuvo un trato exquisito y hasta extremadamente respetuoso hacia sus fieles. O hacia a los amantes de la música en general.

La presentación de los miembros de la banda valió para introducir “La bailarina”, según apodó Molina a la violinista, y no dudaron en enlazar con dos himnos del calibre de “No hay ningún loco” y “La granja del loco”, casi nada. Ya solo por ese momento mereció la pena estar allí. Echando la vista atrás fue incluso hasta la época de “El tren”, aquel tema compartido con Rosendo Mercado que es historia viva del rock español.

“El flautista” nos fue encaminando hacia el final a una velocidad vertiginosa, acompañados de palmas de buena parte de los asistentes. Apenas nos dimos cuenta de que esa se suponía que era su despedida del escenario, a muchos tal vez les sucediera lo mismo, pues no tardaron en arreciar los gritos pidiendo bises.

Molina complació a los seguidores al regresar con una sorprendente “Sé quién”, pese a que se quedaran en el tintero algunas piezas históricas como “Ella” o “Imperio de paletos”. Pero no hay que ser avariciosos, bastante había mejorado la cosa respecto a aquel horrible recuerdo de Bilborock que mencionábamos al principio de esta crónica.

En suma, Molina saldó con creces su deuda pendiente con Bilbao y confirmó que todavía tiene cuerda para rato en las distancias cortas. Esperemos que no tarde varias décadas en volver, pues el veterano flautista demostró que es mucho más que una leyenda destinada a acumular polvo como los cuadros en los museos. Su repertorio está más vigente que nunca en un país de sinvergüenzas.

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