viernes, 18 de septiembre de 2015

RAFAEL BERRIO: EL DESTINO LO FORJA EL TEMPERAMENTO



Kafe Antzokia, Bilbao

Los cruzados de hoy no llevan armadura. Ni tampoco portan lanza ni montan a caballo. Se trata de tipos discretos, que no hacen mucho ruido y se mueven en los márgenes de la sociedad, ajenos a cualquier tipo de reconocimiento masivo y con unos principios a prueba de bombas. No hace falta que las multitudes crean en ellos, se bastan a sí mismos para labrarse una trayectoria con la dignidad como estandarte absoluto.

Es el caso de Rafael Berrio, cantautor vasco cuyos inicios se remontan a la década de los setenta cuando formó su primer grupo. Vivió por tanto la también llamada ‘Movida’ al hacerse íntimo de Poch, el sin par vocalista de Derribos Arias que viene a ser nuestro Ian Curtis patrio, y más tarde se le vinculó asimismo con el ‘Donosti Sound’, corriente enmarcada dentro del indie pop con querencia a la melancolía y letras que pretendían documentar el paso de la juventud a la vida adulta.


El estilo de Berrio tiene también mucho de intimista, de poeta de entrepierna y a ras de suelo que ha mamado calle y observado especímenes nocturnos, muy en la línea del maestro Lou Reed, cronista por excelencia de lo marginal y decadente. De hecho, el artista donostiarra participó en el homenaje que rindieron varios músicos vascos al compositor de “Perfect Day” o “Sweet Jane”. Inevitable no acordarse de este virtuoso del lenguaje.

Lo cierto es que al entrar en el recinto y ver colocadas unas cuantas sillas en un lateral nos asustamos un poco, pues imaginamos algo soporífero, en consonancia con el respetable mayoritariamente envejecido que poblaba la sala. Pero había que conservar la fe, más que nada por la espectacular banda rockera que llevaba, con mención especial para el caballo loco Joseba B. Lenoir, uno de los mejores guitarristas del panorama vasco y que ya nos hizo tocar el cielo en ese mismo recinto dentro del ciclo Izar & Star dedicado al coloso Neil Young.

Joseba B. Lenoir en pleno galope.
Y Rafael Berrio desde el comienzo derrochó una inmensa fuerza poética con “Melancolía” de su anterior banda Deriva, donde afirma sin tapujos que “siempre lo bello te arruina”. Había una multitud bastante respetable para un outsider, un paria, un marginado que se enorgullece de serlo y no necesita lamer el culo de nadie para sentirse realizado. Cada nota y cada estrofa se antojaban una clase magistral ante la que parecía obligado tomar apuntes o abandonarse al éxtasis y dejarse acurrucar por las palabras.

El poso guitarrero crecía por momentos con el in crescendo reminiscente de Springsteen de “Niente mi piace” y cristalizó en intensidad en “Mis amaneceres muertos”, con Joseba tomando protagonismo a las seis cuerdas y ejerciendo de fuerza motora a nivel instrumental, el complemento idóneo a un cantautor discreto que no necesita grandes artificios para llamar la atención. Porque la mayoría ya venía convencido de casa, mentalizados para un rollo existencial que si te pilla con el pie cambiado quizás pueda hacerse un tanto duro, como nos comentaba un fan suyo momentos previos al bolo.


“Yo ya me entiendo” se tornó un autentico manifiesto o mapa para guiarse en la vorágine que abarca desde la cuna hasta la muerte. Retumbó el mantra “el destino lo forja el temperamento” realzado por esos desbordantes riffs de Lenoir que se acercaron todavía más a los de aquel canadiense que decía que el rock n’ roll nunca moriría.

Bajó hasta los tugurios en “Santos Mártires Yonkis” y entroncó con Berlín o Nueva York de la mano del difunto líder de Velvet Underground, al que incluso se le podría dedicar tan sentida canción. Todo un talento literario el de Berrio, que apeló directamente a la figura femenina en “Te quiero-escríbelo en una barra de hielo” y en unas pocas estrofas mezcló vulvas con Edipo, el Zeus olímpico y diversas deidades. Referencias a punta pala para tipos leídos.


Y uno de los colofones estilísticos estuvo en “Las mujeres de este mundo”, otra pieza dedicada al eterno femenino que se asemeja a un cruce entre Joaquín Sabina y Nick Cave, cargado de cierta dosis de nihilismo, como cuando desea “morirse un día de pulmonía bajo los puentes y los perros aullarán toda esa inmensa madrugada”. Balas que perforan el cerebro y certifican un talento creativo sin parangón.

Sus letras guardan similitudes con Doctor Deseo, aunque sin entregarse tanto al desenfreno, o con el Loquillo cantautor de ‘Con elegancia’ o ‘La vida por delante’. De hecho, también canta a Jaime Gil de Biedma, uno de sus poetas favoritos “durante una época”, según confesó antes de interpretar el corte en memoria del rapsoda del disco del grupo homónimo Amor A Traición.

El concierto estuvo dividido en tres partes, dos acompañado por banda y un tramo central en solitario con “Simulacro” como punto álgido y regodeándose en sus imposibles metáforas. Y no se tornó soporífero en ningún instante, sino algo muy sentido, pura belleza formal, un paraíso para los estetas que todavía otorgan cierto valor a eso de juntar palabras.


Y después de ponerse en guardia del amor, concedieron unos bises con “Quítame la mano de encima” rememorando el legado aterciopelado de Lou Reed y preconizando la desaparición física en “Inanimados”, un canto que conecta con la eterna fugacidad de la vida de Manrique y desdeña el materialismo, a la par que en lo musical permite que Joseba se desboque por completo, relinche levantando las patas y sus dedos recorran millas y millas con el ímpetu del viento. Apoteósico.

Un recital de esos de sentar cátedra, para maravillarse durante meses y pensar que quizás debería adoptarse como especies protegidas a todos aquellos artistas que priman el significado sobre el significante, como dirían los lingüistas. Decididamente el destino lo forja el temperamento. Y en el caso de Rafael Berrio mucho más.

TEXTO Y FOTOS: ALFREDO VILLAESCUSA





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