Hika Ateneo, Bilbao
Recuerdo aquella anécdota en la que me comentaron que en
cierto mítico local del ambiente gótico madrileño debía florecer el talento a
cada esquina, pues al preguntar a alguien a qué se dedicaba la respuesta más
habitual era que dijera “Soy artista” sin
el más mínimo rubor. ¿Una concentración desmesurada de creatividad en unos
pocos metros? ¿O tal vez simplemente gente que le echa mucho morro al asunto? A
menudo suele ser una mezcla de ambas cosas
porque en el ámbito de la creación vale todo, el desprecio a las reglas
puede servir de coartada a la mayor chaladura que uno pueda imaginar.
A la mayoría por ejemplo le molesta el ruido, aunque aparte de la evidente carga negativa
del término, habría que precisar qué es exactamente lo que uno entiende por
eso. Si hacemos caso a la más alta autoridad en el tema, es decir, la docta Real
Academia de la Lengua, nos dice que es un “sonido
inarticulado, por lo general desagradable”. Poco menos que un tormento chino,
vaya.
Pero existen los que encuentran placer en el puro caos, la
combinación aleatoria de elementos sin ton ni son, desafiando el orden natural
y cualquier atisbo de comercialidad. Bajo esas premisas parece haber surgido el
Zarata Fest, que lleva ya diez ediciones volcado en la música rara y afines,
una propuesta multidisciplinar absolutamente vanguardista no apta para oídos
delicados y poco pacientes.
Como si allí mismo se hubiera montado una Facultad de Bellas
Artes, una nutrida multitud de bohemios desarrapados y chicas interesantes con
pinta de leer libros insufló al garito la camaradería necesaria para que el
evento no se antojara gélido. Nos sorprendió en ese aspecto la cantidad
considerable de fieles que abarrotaban aquella sala pequeña destinada a las
actuaciones intimistas en la que una voz medianamente elevada o el clásico
pitido de WhatsApp suponían una cascada de miradas furibundas de inmediato. Y
las sillas en las esquinas eran por supuesto objetos codiciados.
Ainara Legardon y sus cánticos ululantes. |
Lo primero que catamos allí fue a la bilbaína Ainara Legardon, peculiar artista con
una trayectoria de más de dos décadas en las que ha compaginado incursiones en
la escena del rock independiente con una vertiente más experimental en la que
incluso utiliza su propio cuerpo para crear sonidos. Su actuación en el Zarata
Fest obedecía a este último campo, por lo que nos ofreció una suerte de
cánticos ululantes similares a los de las corrientes marinas. Se acompañaba
además de artilugios que evocaban el sonido de piedras arrastradas para completar
la estampa bucólica, aunque al final la performance
derivó en susurros y gemidos inclasificables. Un puro manifiesto del caos.
Y siguiendo la tónica rompedora, la propuesta de Auto consistía en una proyección de
fotografías de lugares sombríos, aderezadas por voces ululantes, una vez más, y
repicar de gotas de lluvia hasta desembocar en una tormenta de proporciones
fantasmales.
El transgresor dúo Moyie. |
Nada de habitual tenía tampoco el dúo recién formado Moyie, compuesto por Mayi, que tocaba
la guitarra en el grupo Endemaño, y Oier, que ejerce asimismo de cantautor. Se
anunciaba como una casi improvisación y lo cierto es que tuvo mucho de
chaladura, con un tipo intentando tocar la guitarra acústica y una acompañante que le tapaba las cuerdas o
le interrumpía con un morreo y que tal vez pudiera ser una reflexión acerca de
las distracciones que implica la vida artística, una idea reforzada además por
ese final en el que el susodicho intentaba cantar a pesar de los incesantes requerimientos
carnales de su compañera. Toda una metáfora sobre Internet, redes sociales y
todas aquellas cosas en las que malgastamos el tiempo en vez de estar creando o
haciendo algo productivo.
La pamplonica Elba
Martínez ofreció una dispar combinación de vídeo y fotografía en la que se
podían contemplar desde tomates hasta viejos riendo. Con un cierto predominio
de las imágenes rurales, si hubiera que elegir una tesis o lema que condensara
el motivo de la exposición sería sin duda el de una mirada desconocida hacia
objetos cotidianos, ángulos insospechados que proporcionan matices impensables
en los que nunca antes habíamos reparado. La belleza de la sencillez.
Y lo último que catamos en la primera jornada, Al Karpenter’s Makro Ensemble, era una
desquiciante orquesta con percusión, voces inteligibles, una trompeta
chirriante y otros ruidos difíciles de catalogar. Fue como si en esos momentos
se estuviera procediendo a la descomposición del universo y miles de cuerpos
celestes salieran disparados cada uno por su lado. Nada adecuados para
espíritus delicados o fans de la melodía.
El caos desatado de Delusion of the Fury. |
Al igual que en el legendario microrrelato de Augusto
Monterroso que decía “Cuando despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí”, al regresar al día siguiente seguía
habiendo estridencias con Delusion Of
The Fury, otra orgía instrumental con chillidos, violín chirriante o una
batería a su bola que dejaba la música de Swans en un mero ejercicio de lo más
accesible. Aquí cada uno soltaba su paranoia particular sin importar la
compenetración u otros conceptos obsoletos, alguno hasta intentó hablar por el
orificio de una trompeta. Un festín enloquecedor.
El trío formado por Paloma
Carrasco, Ángel Faraldo y Alejandro Rojas demostró estar curtido
de sobra en el campo de la improvisación con tres figuras de eminente
trayectoria profesional en dicho ámbito, todos ellos dedicados además a la
enseñanza musical. Y una lección de sentar cátedra ofrecieron, como no podría
ser de otra manera, llamando en especial la atención con ese clavicordio
construido expresamente y basado en un modelo del siglo XVIII. Protagonizaron
una anécdota involuntaria cuando uno de esos frascos de cristal que utilizaban
para tocar cayó al suelo hecho añicos y muchos se pensaron que aquello era
también parte del espectáculo. Podría haberlo sido.
Los docentes de la improvisación. |
La murciana residente en Bilbao Loida A. Gómez trajo la nota exótica con su canto japonés y un
espectáculo de danza y performance al
compás de tambores de guerra en un
primer momento. Era graciosa con sus gafas a lo Yoko Ono, por lo que se hacía
inevitable no mirarla, y por supuesto, se despidió con la preceptiva reverencia
oriental. Actualmente está trabajando en una pieza inspirada en el dramaturgo
Antonin Artaud.
Con los cinco elementos de agua, tierra, aire, fuego y
espíritu como telón de fondo, Orbain
Unit desencadenaron el caos al unísono con sus dos baterías que aporreaban
de lo lindo y que quizás eran lo más vistoso del conjunto cuando ambos se
liaban la manta a la cabeza. Otro de esos combos para el que había que estar
preparado psicológicamente, pues su free noise jazz se antojaba a veces
demasiado extremo. Eso no impidió que cosecharan salvas de aplausos y
experimentáramos en carne viva su lema “No
es el golpe sino la consecuencia”.
La orientalista Loida A. Gómez. |
Demasiado duro de soportar nos parecieron empero las ondas
sinusoidales y el ruido blanco del dúo barcelonés A=B, con unos leves pitidos que no terminaban de arrancar nunca. Un
elogio del silencio que tal vez nos pillara descolocado, pese a que valoramos
el carácter vanguardista y rompedor de su propuesta. La excesiva tranquilidad
de su entorno sonoro invitaba a una plácida siesta y la verdad es que no eran
horas.
Imagino que no dejaría tampoco a nadie indiferente Billy Bao y su particular distribución
del espacio, con un batería recluido en una esquina, un guitarrista en otro
rincón, y encima del escenario otro tipo baqueteando junto a un vocalista
africano, que se venía arriba espoleado por sus fans femeninas. Con tantos
focos de atención abiertos, uno no sabía exactamente a dónde mirar, pues en
ocasiones aquello se asemejaba a una competición para captar el interés del
respetable. Una interactiva chaladura que eliminaba de un plumazo obsoletas
barreras entre artistas y público.
Expectación ante los cinco elementos de Orbain Unit. |
Y en un festival centrado en el ruido cobraba más sentido
que nunca la inclusión en el cartel del pionero de todo aquello en nuestro
país, el llamado “duque del ruido”,
que no es otro sino Javier Corcobado,
acompañado por la artista gráfica, vídeo-creadora y fotógrafa Aintzane Aranguena, que también forma
parte del grupo experimental AAAh y de un dúo junto al fundador de Mar Otra Vez
en el que exploran la combinación de ruido y palabra mediante la improvisación
con instrumentos y objetos.
Acostumbrado a su faceta como cantautor melodramático, sorprendió
contemplar al autor de los boleros enfermos de amor ejecutar sonidos con globos
mientras su compañera sazonaba con voces ululantes. Al tiempo que se mostraban
audiovisuales, Corcobado pegaba alaridos y golpeaba un bajo que se tornaba
ensordecedor. Fue totalmente épico cuando gritó “¡Extermínense!” y se proyectaban en ese preciso instante imágenes
de bañistas y playas atestadas de gente.
El apóstol del ruido Javier Corcobado. |
Y cuando su pareja se le unió a las cuatro cuerdas la
sensación de noise a lo The Jesus
& Mary Chain se incrementó. Los micros se convirtieron en un elemento más
del espectáculo moviéndose de un lado a otro como un péndulo hasta entrelazarse
y lograr que sus respectivos dueños siguieran su ejemplo dándose un beso en la
boca. Dos almas en conjunción.
Y hasta aquí dio de sí para nosotros esta experiencia
extrema comparable a saltar en paracaídas, por aquello de dejar atrás temores y
viejas ideas preconcebidas. Tienen razón los organizadores del Zarata Fest al
decir que al terminar la noche parece que hayamos vivido una pequeña vida. La
pasión por el ruido está muy relacionada con la reencarnación y las nuevas
sensaciones.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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