Kafe Antzokia, Bilbao
Todo el mundo tiene sus rituales. Esos gestos en apariencia
inofensivos que encierran un significado profundo y que únicamente tienen
sentido para el que los realiza. Para el resto no dejarán de ser simples
chaladuras difíciles de entender, pero cada cual se las apaña como puede para
mantener sus demonios a raya. Escuchar una canción antes de salir de casa, oler
un libro nada más abrirlo, subir las escaleras de dos en dos y así podríamos
seguir hasta el infinito relatando esa suerte de manías que llegan a configurar
nuestra posición en el universo. La eterna dualidad entre lo que somos y lo que
aspiramos, esa brecha infranqueable.
De algo similar hablan los dos volúmenes de ‘Occult
Architecture’, monumental obra de Moon Duo, el grupo paralelo de Rippley
Johnson de Wooden Shjips, que evoca un viaje psicodélico de la oscuridad a la
luz. O del gélido invierno de Berlín al soleado verano de Portland. Y entre
medias existe una amplia gama de matices cromáticos que van desde The Doors o
The Velvet Underground hasta marcianadas del calibre de Suicide o Neu!, sin
descuidar el catecismo imprescindible de Kraftwerk, la electrónica minimalista
o la cold wave contemporánea, tan en boga en la vieja Europa.
Porque de lo que no cabe duda es de que se trata de música
para inducir al trance, para abrir las puertas de la percepción, que diría
William Blake, o su más inmediato seguidor Aldous Huxley, que tomó mescalina
hasta que los conceptos de espacio y tiempo se volvieron irrelevantes y es
entonces cuando el cerebro capta en su plenitud una enorme cantidad de
sensaciones que la realidad cotidiana cercenaría en otras circunstancias.
Como si hubiera llovido de los cielos la droga del amor
MDMA, los allí congregados formaban una impresionante hermandad del cuelgue, un
respetable exquisito, cada uno con su paranoia particular, sin molestar al
resto, viviendo la locura a su manera, al igual que esa chica morena con
flequillo fan de los conciertos raros que agitaba la cabellera y sonreía con
satisfacción, quizás poseída por esa irrefrenable necesidad de trascendencia. Alcanzar
un plano superior era posible, hermanos.
No se suelen estilar escenografías visuales tan curradas
como la de Moon Duo, que operan
prácticamente en tinieblas solo interrumpidas por caprichosos haces de luz o
machacones flashes que favorecen el hipnotismo. Y las proyecciones de fondo que
muestran a menudo formas geométricas contribuyen a crear un ambiente de logia
masónica en la que únicamente falta calzarse una toga oscura, una máscara
veneciana y formar un círculo en torno al sumo sacerdote sentado en un trono de
águila bicéfala.
El viaje hacia la luz comenzó con ese rock psicodélico que
podrían haber firmado The Kills llamado “The Death Set”, aunque por supuesto la
actitud en escena no tenía nada que ver, con dos siluetas que de puro estatismo
a veces parecía que estaban muertas. El guitarrista y vocalista ocasional
Rippley Johnson adoptó la misma pose que los otros congregados en la sala, ahí
a su rollo, sin la más mínima interacción, y mirando a menudo a su compi y
parienta Sanae Yamada, cuya contribución sobresale en “Cold Fear” o en la
frenética “Creepin’”, lo más cercano que estuvieron de pisar el acelerador a
fondo, pese a que la repetición de estructuras en bucle los acercara más a
Sigue Sigue Sputnik.
El olor a marihuana y sustancias estupefacientes podía
notarse en el ambiente mientras evocaban a Suicide en una suerte de maraña
inmensa en la que no quedaba ni un hueco, hay que decir que en directo tampoco
son exactamente un dúo, puesto que cuentan con ayuda de una batería humana que
en ocasiones se mutaba electrónica para acrecentar la sensación gélida. Esto
era música para ponerse de LSD o cualquier otra mierda, no cabía duda.
Un espectador no familiarizado con estos sonidos lisérgicos
podría pensar que en realidad siempre hacen lo mismo, puesto que son capaces de
tirarse con un determinado patrón durante varios minutos. En este punto es
necesario recordar que la repetición era una de las principales señas de
identidad del krautrock, es más, las bases de la mayoría de los temas parecían
puro Kraftwerk. Vuelta y vuelta hasta reventar a esquemas que a la fuerza se
tornaban conocidos. Hay que pillarles el punto. O mejor que te pasen buena
mandanga.
La peña andaba tan narcotizada que si se hubiera desatado un
incendio, un apocalipsis zombie o cualquier otro evento inesperado, las bajas
habrían sido cuantiosas. La prueba infalible de que nos hallábamos entre
descendientes de homínidos y no entre robots o entes muy similares a los seres
humanos era que de vez en cuando algunos movían la cabeza o gritaban “uhhh” para mostrar su aprobación. Un
influjo que afectaba a algunos casi tanto como la luna llena.
El efecto de sus punteos a lo Pink Floyd con imágenes del
firmamento de fondo producían una congoja impresionante, un organismo minúsculo
frente a la inmensidad del universo. Hubo aullidos que presagiaron el fin del
colocón, que por supuesto se produjo sin ningún amago de despedida, un gesto
que debió contrariar a unos cuantos, pues se escuchó por ahí “¿Pero a dónde vais?”.
Como si tuvieran
echado el piloto automático, los de Portland no tardaron en salir para rescatar
una pieza tan abrasiva como inesperada, el “No Fun” de The Stooges, a la que
practicaron un peculiar tratamiento psicodélico y ruidoso, pero sin descuidar
el ímpetu de la original. La violencia desatada tras el síndrome de
abstinencia.
Pues sí, eran unos tipos fríos, aunque ir a un sarao de
estos para encontrar calor humano sería toda una insensatez. Moló la ingesta de
tripis sonoros y no nos provocó ni náuseas ni síntomas adversos. Al final
permanecía la duda por saber si aquello en realidad existió o se trató tal vez
de un mero sueño narcótico. Todavía íbamos a tardar unas horas en lograr que se
disipara aquella nube.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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