Satélite T, Bilbao
Al pensar en country uno enseguida se imagina sombreros de
cowboy, botas camperas y bailes ridículos de rodeo. Pero hace tiempo que no
tiene por qué ser necesariamente así, de eso iba el llamado outlaw country, que surgió en reacción a
la excesiva comercialización del sonido Nashville y no dudaba en retratar a
parias marginados o borrachos. Una revolución que casi coincidió en el tiempo
con el incipiente rock n’ roll de los 50 y por eso mismo se empapó de lo que
por aquel entonces hacían artistas como Elvis Presley o Buddy Holly, así como
en años posteriores también ejercería una influencia importante el rock sureño.
Unos forajidos que reivindicaron su condición, según Michael Streissguth, el
día en que “ganaron el derecho” a
elegir productor y músicos para grabar.
Parte contemporánea de este movimiento se podría considerar
también a Hank Williams III, nieto del histórico patriarca del mismo nombre
fallecido con apenas 29, o a Bob Wayne, otro fuera de la ley al que el antes
mencionado otorga el título de “el Kris
Kristofersson de nuestra generación”. Un tipo deslenguado con actitud punk
que vive en una autocaravana, en plan nómada total, al que no le asusta hablar
de peleas, juergas etílicas, mujeres y otros asuntos que escandalizarían a los
bienpensantes del siglo XXI.
Curtido a tope en la carretera, no era la primera vez que
este grandullón barbudo con tatuaje de Neurosis recalaba en la península, a
escasos metros de la cita de esa noche, en el Kafe Antzokia, fue telonero de
Nashville Pussy y tampoco estuvo hace demasiado en el recogido piso superior. Y
quizás por su relativa querencia hacia estas tierras, un servidor pensaba que
el hombre tenía mayor tirón entre el respetable, pero apenas se concentraron un
medio centenar de personas en un evento que servía de presentación al festival
tradicionalista Rustyc Music Fest que se celebrará el próximo 16 de septiembre.
Pero al colgado bonachón de Bob Wayne, con la cantidad desorbitante de millas que tiene, eso le
da un poco lo mismo, él va a lo suyo, que es montar un fiestón, aunque sea en
el mismo infierno. Así que empezó con su grito de guerra “Hell Yeah” acompañado
de una banda con personajes siniestros como su guitarrista con gorra y
apariencia indígena que apenas se le veía la cara o ese contrabajista con
mondadientes a la vieja usanza que uno podría imaginar tranquilamente en un bar
de viejos tomando su carajillo y una castiza tapa de bravas.
No tardó en desatar sus característicos himnos de carretera
para camioneros de Wisconsin o cualquier otro lugar remoto, como “Till The
Wheels Fall Off” o “Still Truckin’” antes de evocar politoxicomanías varias en
“Dope Train” o asegurar que “Everything’s Legal in Alabama”, con acelerón de
locomotora final. No faltaron asimismo esos típicos ruiditos suyos que simulan
la bocina de un tren de mercancías. Abran paso.
Las barbas florecían en el recinto hasta el punto de que
unos cuantos podrían haber escapado de una comunidad Amish, y sabiéndose Bob
rodeado de tantos paisanos espirituales, se acordó en “Mr. Bandana” de un
colega fallecido que seguramente habría alcanzado la dicha eterna en un más
allá poblado de camioneros como el de “Hillbilly Heaven”, donde hubo hasta
exhortaciones al Altísimo.
Wayne y sus indomables forajidos evocaron al Johnny Cash
macarra que tocaba en prisiones y dijeron además que “el amor apestaba” y que nunca cantarían sobre “cielos azules”, al tiempo que el voceras proponía a las hembras
solteras que se acercaran luego al camerino, excluidas por tanto las
comprometidas, un sinvergüenza con principios.
Quizás sería por el tono relajado de la velada, pero no se
quisieron perder tan magno evento algunas subespecies maduritas que se
acercaban por allí para cotorrear y no enterarse de nada, tal vez sería buena
idea autorizar el uso del spray pimienta en tales casos. Esta y no el tabaco es
la verdadera lacra de los conciertos en la actualidad.
En “Driven By Demons” la peña gritó “yihaaa” en pleno delirio vaquero y acto seguido el contrabajista
aprovechó para hacerse notar. Uno de los momentos sublimes de la noche llegó
cuando el simpático Bob preguntó cómo se decía en castellano “Fuck The Law” y
animó a la congregación a cantar en el estribillo “Que se joda la ley” y extender el dedo medio como si aquello fuera
una sacristía del macarrismo, entrañable total, una pena que no pasara en ese
instante ningún agente de las fuerzas del orden que suelen merodear por la
zona. Hay que mantener limpio el barrio del Alcalde.
Ante semejante demostración de poderío Bob ya nos había
ganado, así que no sorprendió que hiciera amago de despedirse a la alemana
diciendo “Tschüss” y entonces nos
acordamos de aquel capítulo de ‘Los Simpson’ en el que aparecen Aerosmith y le
tienen que decir a Steven Tyler “Eh, tío,
que estamos en Springfield” después de equivocarse al saludar. Como en el
circo.
Sin repertorio planeado, el forajido atendió peticiones
personales, al estilo Springsteen, como en “All my friends”, que confesó que no
solía hacer mucho en directo al no poder contar con la ayuda de la chica que
canta en la versión en estudio. Es igual, no nos íbamos a poner exquisitos. Y
aconsejó fumarse porrazos y darle al asunto en “Spread My Ashes On The Highway”
y mandar a cascarla tristeza y demás. Ese sí que era un gran precepto vital. Ni
el Dalai Lama.
Inmensa le quedó la crepuscular “Hangin’ Tree”, había veces
en la que sonaba clavada al “The River” del Boss, y sin demasiados aspavientos
la banda se enredó en una pieza instrumental mientras el contrabajista se subía
a su instrumento y Bob se perdía entre la multitud para hacerse fotos con el
personal y chocar palmas. Fuera divismos y aires de grandeza, un detalle de los
que valen oro. Solo nos faltaba levantar la cerveza en alto y gritar a pleno
pulmón: ¡Que se joda la ley!
TEXTO Y FOTOS: ALFREDO
VILLAESCUSA
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