Kafe Antzokia, Bilbao
Muchas veces se pasa por alto el tremendo acto de valor que
supone subirse a un escenario y plantarse ahí en medio ante unos completos
desconocidos. Hace falta tener agallas para “desnudarse
sin quitarse el traje”, como diría el maestro Nacho Vegas, y ejercer el
exhibicionismo sentimental, ya sea por escrito o incluso cara a cara.
Despojarse de la ropa a la manera convencional es algo al alcance de cualquiera
con poca vergüenza, no entraña ningún mérito. Abrir el alma de par en par sí
que debería ser toda una hazaña.
Bajo el título de ‘El Cabaret de un Hombre Solo’ el reputado
cantautor donostiarra Rafa Berrio presentaba un espectáculo minimalista
acompañado únicamente de una guitarra acústica y las preceptivas copas para que
no decaiga la inspiración. Una suerte de alto en el camino en el que contemplar
desde otra perspectiva una trayectoria en la que ha habido álbumes más
rockeros, otros más intimistas o poéticos, pero siempre con un peculiar sello de
la casa marcado por la desesperación y cierta angustia vital. No hace demasiado
el propio Berrio participó en un montaje con textos de Cioran, el profeta
definitivo del nihilismo, titulado ‘Abolir el alma’.
Con el verano recién inaugurado no se podían esperar
multitudes en el piso superior del Antzoki. Las filas de sillas daban a
entender que se trataba de algo muy selecto, para algunos escogidos, aunque
posteriormente se fuera llenando también la barra, el lugar adecuado para
disfrutar de una sesión de malditismo. Nada mejor que permanecer acodado casi
en penumbra con los perros viejos, un whisky con hielo o cubata y un cigarrito
si obviamos esa inquisitorial ley que ha acabado con la atmósfera decadente de
bastantes garitos.
Sin demasiada pompa ni aire alguno de grandeza, Rafa Berrio inició el recital con la
soberbia “Las mujeres de este mundo”, que incluye frases tan lapidarias como “yo me moriré un día borracho junto a una
tapia” o “no me haré de rogar con
despedidas interminables”. “Simulacro” tomó el relevo sin concesión al
pensamiento positivo ni demás soplapolleces de libros de autoayuda, muy digna
le quedó en las distancias cortas, sin echar de menos las orquestaciones de la
pieza original.
Anunció entonces “una
canción de amor” antes de añadir “¿Acaso
hay alguna que no lo sea?” y arrancarse con “Cómo iba yo a saber”, otro
testimonio de desgana vital acogido con un silencio sepulcral. “Niente mi
piace” es todo un catálogo de sentencias descorazonadoras teñidas de nostalgia
que podrían encajar con la filosofía de Schopenhauer y su concepto de ataraxia,
ese estado perfecto del sabio, a su entender, al que le da igual morir que
vivir “porque ha comprendido que él no es
tan importante como se creía, que sólo es una piececita del todo que va mucho
más allá de lo que le envuelve”.
“El mundo pende de un hilo” aborda la incapacidad de amar a
través de metáforas como las hojas muertas que caen por su propio peso y
llegados a este punto Berrio sintió la necesidad de pedir una botella de vino
para seguir regando a las musas. Hemos de reconocer que nos asustamos bastante
ante la idea de un recital acústico, pero lo cierto es que aquello tampoco se
hizo cansino en ningún momento por la fuerza de esas letras que te obligan a
prestar atención de inmediato.
Y en “Santos Mártires Yonkis” se acercó al Lou Reed de la
época del 'New York' por su poso poético suburbano antes de reivindicar su condición
de cantautor maldito con “Saturno”, procedente de un disco que ya estaba
descatalogado, según relató. “Me
ofrecieron reeditarlo, pero dije que no”, añadió para echar más leña al
fuego. Este tipo de detalles fueron los que engrandecieron un bolo recogido y
familiar en el que hasta se podían pedir temas a viva voz, pese a que la
respuesta mayoritaria del artista ante las sugerencias fuera que no le
apetecía. Su desgana vital desde luego no era impostada.
“Oh, verdad desnuda” soportó sin problemas la translación
acústica dado su carácter eminentemente orquestal en estudio, al igual que la
intimista “Como Cortés”. Una de sus últimas colaboraciones para el séptimo arte
ha sido para ‘La Reconquista’ de Jonás Trueba, una obra que aborda los
instantes luminosos de las pasiones adolescentes. De eso precisamente habla
“Arcadia en Flor” a través de “cosas que
no lo son” y “palabras borrosas que
te hicieron llorar”. Toda una delicatessen.
Las sugerencias del respetable seguían arreciando como
cuando uno solicitó “No solo de amor (del aire también se vive” y para reforzar
el argumento no dudó en añadir “En Gorliz
te quedó muy bien”. Pero al autor ni siquiera eso le conmovió y se decantó
finalmente por “El amor es una cosa rara”, arrabalera y con cierto aire
cabaretero que podría agradar a Bunbury. Y para poner el colofón a tanta
desgana vital se antojaba perfecta “La alegría de vivir”.
Todavía hubo más al recuperar de nuevo la poesía urbana vía
Lou Reed de “Mis ayeres muertos”, donde rasgó la guitarra con ímpetu ante el
aplauso generalizado, o “En las lindes del fin”, que habla de “esa inútil pasión de vivir”. Y en esa
tesitura taciturna no extrañaba que propusiera “Abolir el alma” porque “no hay otra salida”. No future.
Pues superó las expectativas este peculiar ejercicio de un
hombre solo ante el abismo, un tipo que marcó el camino a Nacho Vegas o Pablo
Und Destruktion en su búsqueda de la belleza a través del dolor. El brillo de
la jeringuilla antes de suministrar la dosis.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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