Sala Satélite T,
Bilbao
A veces no queda otra que mudar de piel. Dar por cerrada una
etapa y adentrarse en un nuevo periodo sin mirar atrás ni descuidar aquella
esencia que permanece en lo más profundo del ser. Dejar que la ruleta vital
gire hasta desembocar en mil y un transformaciones que confieran sentido a todo
ese proceso de caer y levantarse ad
nauseam. Un motivo supremo que justifique tantas penurias, las horas sin
dormir y el continuo trasegar de un lugar a otro, esa suerte de aislamiento
social a consecuencia de la vida en carretera.
Las leyendas del garage punk The Morlocks han soportado ya a
estas alturas una cantidad considerable de reencarnaciones que no se
entenderían si no fuera por pura afición al arte. Siempre pivotando alrededor
de la peculiar figura de su líder Leighton Koizumi, presente desde los tiempos
de su debut ‘Emerge’ allá por 1985 y que pasó una década en el trullo por un
oscuro asunto con un camello que incluyó un secuestro.
Tras una larga temporada a la sombra, lo primero que hizo
Koizumi al salir fue reflotar The Morlocks, aunque sin ninguno de los miembros
originales. Su último trabajo de estudio data de 2008 y ha habido que esperar
casi otra década para una enésima reunificación en la que ha juntado a lo más
granado del garage punk europeo como los Fuzztones Oliver Pilsner o Rob Louwers
a la base rítmica y a las guitarras Bernardette (Sonny Vincent, The Gee
Strings) y Marcello Salis (Gravedigger Five).
Toda una formación de lujo que unido a su aura mítica
posibilitó que el Satélite T registrara una notable afluencia de público a las
puertas del fin de semana. Y es que uno echaba un vistazo a sus fotos de promo
con sombreros y estética pseudogótica y casi que entraban de inmediato ganas de
ir. Y si encima te ponías leer la hoja de prensa en la que decían cosas como “su directo va a fundirte la mente, hacer
que tus oídos sangren y dejarte con esa sensación de querer más”, la
peregrinación hacia el garito era ya un hecho.
Porque desde los primeros acordes estaba claro que The Morlocks serían una bomba de
relojería, un soplamocos en la cara con la intensidad de Iggy Pop & The
Stooges, la sensualidad de The Cramps y las agallas hardrockeras de The Cult,
de hecho, en cuanto a gestos, su vocalista clavaba sus movimientos a lo Ian
Astbury, aparte de cierto parecido físico al morrisoniano británico en su época
gloriosa, no en su posterior mutación en indigente.
Apelando a la entrepierna desde el comienzo con “Sex
Panther”, no tardaron en quedarse con el personal y su bolo fue subiendo en
intensidad gracias a su energética revisión de Howlin’ Wolf “Killing Floor” y
rescatando a los siempre resultones Flamin’ Groovies en su clásico “Teenage
Head”. Y con cierta arrogancia el voceras de pinta indígena dijo que compuso su
colosal “My Friend The Bird” cuando “nuestros
padres todavía estaban follando”. Bueno, tranquilo, relaje usted paquete.
Y del misticismo saltaron de un plumazo a su último sencillo
“Time To Move”, que podrían haberla firmado The Chesterfield Kings, o incluso
de The Dandy Warhols, todo un derroche de adrenalina ideal para las distancias
cortas con guitarrazos que valían su peso en oro. Aminoraron el ritmo con la
cara B del mentado lanzamiento “Hang Up”, pero no esa actitud incendiaria que
parece inherente a ellos, el cantante era tan guay que soltaba un “¡Wow!” casi en cada canción y en
ocasiones se asemejaba a un animal desbocado que en cualquier momento podría
causar un estropicio, un elefante suelto en una cacharrería.
Pero por ahí no había figuras delicadas de porcelana que
merecieran preservarse, sino una multitud expectante que ya para entonces
estaba más que desperezada y hasta montaba pogos en las piezas frenéticas tipo
“One Ugly Child”, el viejo tema de Downliners Sect que Koizumi ya interpretaba
con su otra banda Gravedigger Five. Al igual que sus compis de género The
Sonics, en directo abusaban demasiado de catálogo ajeno, aunque hay que
reconocer que el lavado de cara al que las sometían era considerable, por lo
que muchas veces uno no se daba ni cuenta del expolio.
Alternaron con habilidad la urgencia garajera con el poso
psicodélico y el aroma vintage, con
un espectacular frontman que lo mismo
intentaba derruir las barreras entre artistas y respetable encaramándose a la
barra de separación del escenario que se tiraba al suelo como si fuera a
invocar a Manitú. “Abrasivos”, los
definieron desde las filas de atrás, y no erraron en absoluto.
Quizás fieles a la ortodoxia punk, no se estiraron mucho en
el repertorio, apenas una hora estuvieron sobre las tablas, pero sus pildorazos
caían con verdadera contundencia sobre los fieles y tras semejante repaso no
creo que abundaran los insatisfechos en el garito. Concedieron un par de bises,
el lisérgico “You Don’t Know” de Roky Erickson y la declaración de principios
“Born Loser” de su glorioso debut ‘Emerge’. Para dejar claro que lo suyo no es
una simple moda pasajera entronizada por el gafapastismo.
Allá por 1999 la revista Spin Magazine metía la pata de
forma épica al asegurar que Leighton Koizumi había muerto debido a su falta de
actividad durante una década y una noticia confusa en torno a un asunto de
drogas. Lejos de morder el polvo, esa noche demostró que sigue más vivo que
nunca, con una vitalidad envidiable y ganas para aguantar por lo menos una
larga temporada. Un milagro digno de un día de resurrección.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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