Kafe Antzokia, Bilbao
El postureo ha llegado a un punto en el que es algo tan
frecuente y normalizado que hacen falta medidas necesarias para desenmascarar a
los impostores, a esa gente que van de interesantes, pero que en realidad no
esconden nada debajo, tan superficiales como la tinta de los tatuajes que
suelen cubrir sus cuerpos muertos en vida carentes de cualquier atisbo de
verdadera emoción. Son como esas dependientas de los centros comerciales que te
sonríen porque les obligan en el trabajo y no porque piensen que eres una
bellísima persona.
Los canadienses Crystal Castles se jugaban mucho en esta
primera gira tras la marcha de Alice Glass, demostrar que la arrolladora
presencia escénica de su escuálida maniquí morena tampoco era para tanto y que
cualquier zumbada de tres al cuarto estaría en condiciones de sustituirla. Una
pretensión que se antojó totalmente descabellada a tenor de lo que contemplamos
aquella noche, por muy gratas sensaciones que dejaran con su reciente álbum
‘Amnesty (I)’.
Con la vista puesta en su anterior visita a la sala Rock
Star de Barakaldo y que catalogaríamos sin reparos como uno de los mejores
conciertos de nuestra vida, las comparaciones en cada aspecto de la velada eran
odiosas. Para empezar, no parecía que hubieran aguantado el suficiente tirón
entre el personal para abarrotar el recinto, lo cual sí que se consiguió en la
ocasión precedente. Una nutrida multitud de barbudos, ambiguos y chicas con
pelos de colores consiguió insuflar cierto calor a la cita, sin que se
desbordaran ánimos ni que aquello resultara agobiante en ningún momento.
Como un leve hilo musical de fondo muchos recibieron a Pharrow, una suerte de DJ con voz
flotante y atmósferas etéreas tipo M83 incorporado a última hora. Hubiéramos
agradecido más un grupo de verdad con bajo, batería y esas cosas, pero por lo
menos valió para inducir al trance y preparar al respetable ante una descarga
de electrónica vanguardista con un punto punk sin renunciar tampoco a utilizar
instrumentos tradicionales en directo.
Algo de lo que hicieron gala Crystal Castles al emplear un aporreador humano recluido en una
esquina y dividir el escenario en líneas en apariencia infranqueables entre el
compositor/productor Ethan Kath y la nueva vocalista Edith Frances. El “Réquiem
en Re menor” de Mozart otorgaba la pompa requerida de las ocasiones especiales
y unas luces azules parpadeantes crearon el ambiente lúgubre idóneo antes de
que la recién incorporada cantante se presentara a la concurrencia
arrastrándose y derramándose una botella de agua por encima de la cabeza.
¡Guau, qué provocación!
Este hecho empero nos permitió comprobar que Edith llevaba
el pelo teñido del mismo color que Alice la última vez que pasó por estos
lares. No sabemos si esto sería casual o premeditado, pero rememoramos
enseguida a todos esos perturbados que se echan una novia con rasgos similares
a su ex, un síntoma inequívoco de desorden mental.
Hay que reconocer que comenzaron con ganas con su ya himno
“Concrete” y luego enlazando con “Baptism”, un inevitable rompepistas imprescindible
en su directo. Las sospechas cada vez adquirían mayores dosis de certeza, su
vocalista no alcanzaba el nivel exigible, ni por los tonos casi inaudibles que
se perdían en una maraña de ruido electrónico, ni por esa actitud que se
limitaba a copiar a su predecesora, a la que no le llegaba ni a la suela de los
zapatos. Era una tipa guay, que se piensa que mola con su chupa de cuero y
collar de brillantes y cuya mayor acción transgresora consistía en lanzar a la
peña agua, leche, zumo y quién sabe qué otros fluidos.
Por seguir con las
comparaciones, Alice no necesitaba rebuscar en el armario de la abuela para
sorprender a la audiencia, le bastaba con lanzarse al público de improvisto y
recorrerse la sala durante varios
minutos en los brazos de otros. Tirarse de espaldas y esperar que un
desconocido te recoja antes de precipitarte al suelo, el mayor acto de
confianza que existe en el mundo.
“Char” no gozó tampoco de un sonido que hiciera justicia a
lo que prometía en estudio y “Crimewave” nos pareció un medio playback que volvía a poner sobre la
mesa las carencias vocales de Edith. Los esfuerzos de la muchacha por dar la
nota a veces daban vergüenza ajena, como cuando agarró un foco para alumbrar a
la peña o cuando se subió encima de los monitores, algo nada imaginativo que ya
hemos visto unas cuantas veces en ese recinto, si por lo menos se colgara de
las alturas como Francis de Doctor Deseo…
Para rematar la faena, se piraron al de unos ridículos 45
minutos y entraron de cabeza en el pódium de los jetas que te cobran una
entrada a precio de oro y luego no te ofrecen ni una ínfima parte a la hora de
la verdad. Por lo menos tuvieron la decencia de regresar para evitar que les
lanzaran objetos contundentes, pero no les ocurrió manera mejor de romper el
hielo que con una especie de solo de batería y ruiditos inexplicables que
desembocaron por fortuna en un “Not In Love” que sin Robert Smith de The Cure
es más que nada una indecencia. Tuvimos que taparnos los oídos en los “oh oh oh” del estribillo. Vaya
profanación.
La impresión dejada estaba más cercana a la de un grupo de
versiones en un mal momento que a la de una prometedora banda que revolucionó
el panorama musical con su electrónica experimental de actitud punk. La estampa
era la de una tía de palo, que va de interesante, se pone gafitas de
intelectual, quizás incluso se acompaña de un libro, pero la escena es tan
chusca como aquella en la que informaban al presidente George W. Bush de los
atentados del 11-S mientras sostenía un libro infantil al revés. Es lo que
tiene la peña poco auténtica.
TEXTO: ALFREDO
VILLAESCUSA
FOTOS: MARINA ROUAN
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