Kafe Antzokia, Bilbao
Tal vez los trabajadores negros actuales y pretéritos no
naden en la abundancia, pero su patrimonio espiritual es inmenso. Lo deja claro
el trío de Philadelphia John The Conqueror en su web con la autoafirmativa
frase: “Soy un bluesman; todo lo que
tengo son historias”. Una riqueza lo suficiente motivadora para que Mike
vendiera su bajo para comprar una batería y Pierre se agenciara un micrófono
barato. Pocas semanas después se encontrarían con el bajista Ryan Lynn y las
canciones brotarían a borbotones.
Con semejante aire de gesta, no era de extrañar que tomaran
el nombre de un mítico personaje del folklore anglosajón para designar a su
peculiar mezcla de rock sureño, blues tradicional y unas gotas de ese soul que
incitaba a mover las extremidades. Y lo cierto es que su propia trayectoria sí
que tuvo algo de legendario cuando Patrick Boiselle de Alive Naturalsound
Records accedió a contratar a una banda que se había formado hace apenas once
meses.
El boca a boca ejerce una gran influencia y tras haber pasado
por el País Vasco hace no demasiado, los aficionados parece que ya conocían de
sobra el potencial de los de Pennsylvania, por lo que la parte de arriba del
Antzoki se inundó de un respetable variopinto, con amplia representación
femenina, tanto viejóvenes como maduritas que movían los pies de un lado a otro
y hasta gritaban “¡Wow!”.
A una hora demasiado tempranera para los que curran por las
tardes, John The Conqueror lanzaron
una inicial incursión por el terreno mediante “All Alone”, un blues progresivo
en la escuela setentera perfecto para ir entrando en calor. La siguiente “Ain’t
Coming Home” estaba cargada de historia, al ser el primer tema que compusieron
y que les granjeó incluso un contrato discográfico. Y “Lucille” no tiene nada
que ver con la histórica pieza del mismo título de Little Richards, pero
representa al cien por cien esa ortodoxia estilística de la que hacen gala.
No tardaron en dar cuenta de su reciente álbum ‘The Good
Life’ con “Get ‘Em” y llevar a la práctica la apología del tabaco de la que
hablan en su letra. Ese no era el único vicio que tenían, también les gustaba
bastante el pimple y de vez en cuando acariciaban el barril de birra que habían
aparcado delante de la batería. Tal vez fuera una curiosa manera de inspirarse,
hay algunos que en sus vehículos colocan estampitas de La Virgen, otros
banderas de grupos, tías en pelotas…cada cual se motiva a su manera.
Alcoholizados o no, lo cierto es que el trío se mostraba
compenetrado hasta la extenuación, con esa precisión que únicamente otorgan
unos cuantos bolos a las espaldas. Desprendían además un buen rollo increíble,
pese a su inherente tristeza, por lo que la gente parecía disfrutar de lo lindo
en su limbo entre el rock setentero y el soul. Su cantante Pierre punteaba
también con una facilidad asombrosa, como si fuera lo más normal del mundo.
Ellos se rulaban los pitis como si fueran porros en un ambiente
de plena camaradería e iban desgranando cortes arrastrados tipo “3 More” e
incluso se acercaban a Led Zeppelin en “Southern Boy”. Las palmas que se
escuchan en estudio en “I Just Wanna” tuvieron su réplica en directo por parte
de la congregación, muy entregada en todo momento a su rollo.
Se lo estaban pasando bien sobre las tablas, eso quedaba
patente en las risas que se echaban cada pocos minutos o en sus constantes
confidencias al oído. Hubo un momento en que el voceras se arrancó a cantar a capella y el risueño bajista no pudo
evitar partirse la caja, a lo que este respondió: “¡Déjame ser sexy!”.
Su recital fue breve, siguiendo la tradición del piso
superior del Antzoki, pero consiguieron unos cuantos instantes álgidos con ese
“Time To Go” de su debut que suena a The Faces o Rod Stewart por los cuatro
costados, o con “She Said”, un blues rock de garito humeante ideal para bregar
copas de madrugada.
Reincidieron en el desamor con “You Don’t Know” y nos
relataron las máximas para lograr esa felicidad de la que presumen en “Golden
Rule”, antes de que guitarra y bajista se situaran en el borde del escenario
para hacerse selfies con la
concurrencia. Y volvieron para los bises levantando brazos e inmortalizando con
el móvil todavía más la velada, a la par que sus habituales cadencias
provocaban diversos efectos en la parroquia: algunos elevaban el dedo índice,
otros movían los pies y las chicas bailoteaban de lo lindo girando la cabeza de
un lado a otro.
Fue en definitiva un gran plan para romper la monotonía de
mediados de semana y que a pesar de la hilaridad de sus miembros constataba
aquello que cantaban en “She Said” de que “when
you’re blue, there’s no black or white”. O como diríamos en Román Paladino,
que la pena no tiene color, oiga.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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