lunes, 5 de octubre de 2015

NACHO VEGAS: UNA COPA DE VINO, UN AMOR, UNA CANCIÓN



Kafe Antzokia, Bilbao

La palabra cantautor conserva un estigma ineludible en castellano. En cuanto se menciona el término, la mayoría imagina a un señor canoso envuelto en una polvorienta chaqueta de pana haciendo cling cling. No se tarda tampoco nada en evocar aquellos lejanos tiempos de La Transición en los que entonar determinadas letras o lenguas era un acto subversivo total. Hoy en día poco queda de todo eso y algunos ilustres protagonistas de entonces como Lluis Lach comparten sin pudor listas electorales con políticos aburguesados de derechas.

Una figura que ha contribuido irremediablemente a despojar de tantas connotaciones negativas al clásico compositor folk ha sido el bardo asturiano Nacho Vegas, que enseguida extendió el abanico estilístico al abarcar en una misma trayectoria las tinieblas de Nick Cave, el humo de Tom Waits, el sabor del terruño americano de Townes Van Zandt o la inmortal elegancia de Leonard Cohen, recargando además los textos de referencias postmodernistas al cine o a la literatura.


Un año y unos meses después de que arrancara la gira de ‘Resituación’ en la capital vizcaína, volvía de nuevo a principios de semana a un rebosante Kafe Antzoki plagado de tías con clase, tipos con americana, hipsters y alguna que otra camiseta de Toundra. Fauna variopinta dispuesta a perderse en los vericuetos del lenguaje que propone el de Gijón, aunque su antaño malditismo se haya diluido en pos del compromiso político, en la línea precisamente de los cantautores tradicionales, pura paradoja.

Pero la diferencia es que los poetas de la guitarra contemporáneos no cantan a la libertad ni piden referéndums de autonomía, sino que señalan a los responsables de la crisis, o mejor dicho, del expolio perpetrado por la casta gobernante, exponen la realidad de los desahucios o el escandaloso recorte de libertades de los últimos años. Una travesía del yo al nosotros que confirma aquella vieja idea del metafísico John Donne de que “nadie es una isla, completo en sí mismo” sino “un pedazo de continente, una parte de la tierra”.


Por motivos laborales nos perdimos la actuación de Carmen Boza y únicamente alcanzamos el final del último tema, por lo que tampoco estamos en condiciones de ofrecer valoración ninguna. A poco de llegar, el rapsoda Nacho Vegas nos ponía el corazón en un puño con “Me he perdido”, quizás una de las más geniales composiciones que se hayan escrito jamás sobre el noble arte del cortejo humano.

Respaldado por una sólida banda que incluye músicos de categoría como el experimental Joseba Irazoki o el teclista Abraham Boba, con una muy digna trayectoria en solitario, el maestro de verdad se desnudó “sin quitarse el traje”, como bien dice en esa canción que desborda clase junto a Christina Rosenvinge. Miraba hacia el suelo a lo Mark Lanegan, casi implorando clemencia, o se apoyaba en el pie de micro con la dignidad de un Cristo crucificado, a la par que se arrancaba con temas de su todavía último disco como “Adolfo Suicide” o “Ciudad Vampira”, en la que el personal gritó en el estribillo aquello de “matar vampiros”.

Pese a que en esta ocasión mostró su lado más decadente, no tardó en surgir su vertiente comprometida con “Runrún”, que podría haber sonado tranquilamente de fondo en el 15M. Y sobrecogedora fue asimismo “Polvorado”, con Vegas y Boba cantando el estribillo en un principio a capella, tal vez hubiéramos levantado el puño en alto si no fuera porque no pegaba demasiado en ese ambiente de cambio sensato que había alrededor.

Al igual que uno de sus ídolos Bob Dylan, Nacho ha optado por trascender lo que se escucha en estudio y añadir nuevos arreglos a las composiciones, todo un acierto que convierte sus recitales en una experiencia irrepetible, casi mística. El tono doliente de “Taberneros” lo acercó al otro bardo Leonard Cohen, al tiempo que se crecía en el aspecto vocal y sus tonos resonaban en el recinto como un eco del que era imposible abstraerse.

El costumbrismo de “Actores memorables” dio paso a la reivindicativa “La vida manca”, que ganó enteros con los coros de Abraham Boba y un solo de órdago que se marcó Joseba Irazoki. De poner pelos de punta se tornó “Cómo hacer crac”, “un himno de las radios libres”, según lo definió el propio Nacho hará unos añitos en su actuación del Teatro Lara madrileño, en plena crisis precisamente. Testigo privilegiado de nuestra época.

Y sorprendió recuperando “Perdimos el control”, con un rollo muy Nick Cave e insuflando poso rockero a tan agónica pieza. Se reafirmó en la miseria con “La gran broma final”, un apoteósico in crescendo en el que agarró el micro con una mano con la elegancia de un crooner. Muchos en el pasado le han criticado por su excesiva querencia al quebranto y hasta un promotor me comentó que su música era “para tirarse de un puente”, pero un servidor siempre aplaudió su valentía para hablar de lo desagradable y lo políticamente incorrecto. El malditismo es en realidad el último refugio de los tímidos.


Pero en medio de la amargura también es necesario ventilar y permitir que la luminosidad entre, aunque sea de refilón, y eso se consiguió en los bises con “Luz de agosto en Gijón”, que interpretó el bardo en solitario. Y anunció una primicia con “Vinu, cantares y amor”, tema compuesto en un inicio para Ramón Bilbao que publicará en breve en un EP. Toda una oda a emborracharse, “la cosa más grandiosa del puto mundo”, en definición de Thom Yorke, líder de Radiohead.

Y finiquitó el círculo con el himno a la decadencia “El hombre que casi conoció a Michi Panero”, entonada con los ojos cerrados y dedicada a ese inmortal vividor sin ocupación conocida que se ha transformado en un antihéroe de leyenda. Imposible olvidarse del corte inédito de la noche que Vegas consideraba “una poesía sonora que narra el paseo y la vida de cada uno de nosotros. Un viaje alrededor de muchos lugares, en el que las cosas buenas permanecen, una copa de vino, un amor, una canción...”. Ese tipo de ideales por los que merecería morir.

TEXTO Y FOTOS: ALFREDO VILLAESCUSA









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