miércoles, 21 de octubre de 2015

LA LUZ: SURF LÁNGUIDO



Kafe Antzokia, Bilbao

¿Quién dijo que la playa era para tipos rebosantes de optimismo y ganas de vivir? Al margen de la masificación de los arenales veraniegos, siempre existió la posibilidad de acercarse al mar por la noche, en plena madrugada, cuando nadie en su sano juicio se atrevería a pasear por allí. Una solución adecuada para librarse de todo el postureo de un plumazo y encontrar la tan ansiada paz interior.

Las cuatro chicas de La Luz que recalaron aquella noche por el piso con glamour del Kafe Antzoki bilbaíno seguro que sucumbieron alguna vez a la tentación de caminar a oscuras por la costa. Uno se las puede imaginar con facilidad alrededor de una hoguera o dibujando pentagramas en el suelo como las chavalas misteriosas de ‘Jóvenes y brujas’. Espíritus inquietos que crean una comunidad a espaldas del resto del mundo.


Porque a pesar de su resplandeciente nombre, la tragedia ha golpeado en varias ocasiones a este cuarteto. Durante la grabación de su primer álbum, por ejemplo, se produjo un tiroteo en el Café Racer de su Seattle natal entre cuyas cinco víctimas había amigos de la líder Shana Cleveland. Simple mala suerte, muchos pensarán, pero poco después sufrieron un accidente de tráfico al volver de una actuación en Boise cuando su furgoneta patinó en el hielo y fue embestida por un tráiler. Ni que les hubiera mirado un tuerto.

Indiferentes a su inquietante sombra, un respetable con importante presencia femenina recibió a La Luz, que desde el comienzo con “Oranges” se mostraron tan etéreas e inalcanzables como las pibas de las ‘Rimas y Leyendas’ de Bécquer, con melodías vocales que lo mismo bebían de The Raveonettes y el indie rock contemporáneo que de los grupos de chicas de los sesenta tipo The Ronettes o The Shangri-Las.


Pero su rollo no era una Arcadia feliz en la que la única preocupación residía en saber si el chico que les gustaba les había mirado, flotaba un sentimiento lastimero en el ambiente, un trauma del pasado no resuelto, algo que impedía a las muchachas entregarse al puro júbilo. Tal vez sea todo un mero capricho de la edad y tenga que ver con aquellas declaraciones de su cantante a la MTV en las que afirmaba que “le gustaba que la gente bailara cosas tristes”.

“Big Big Blood” se antojaba una especie de ensueño surf rock, tan embriagante como el olor a porro. En realidad aquello era muy hippie, muy de paz y amor, bastaba fijarse en los cuelgues sonoros que se marcaba la teclista o en la cara de felicidad extrema de la batería, que casi parecía que estaba fumada. Un entusiasmo que contrastaba con la frialdad de la morena guitarra o el aire inaccesible de su líder de rasgos orientales, que iba muy a su bola, sentándose a ras de escenario o cerrando los ojos como si fuera a entrar en trance de un momento a otro. 

Shana Cleveland confraternizando con la audiencia.
 Estaban muy conseguidos los coros, algo que se pudo apreciar en “Sleep Till They Die”, y fomentaban el poso fantasmagórico presente en su trayectoria que les hacía interesantes. Calculado o no, iban de misteriosas, apenas hablaban al público, se recluían en su burbuja, aunque a veces asomaban la cabeza para mover los pies y bailotear un poco en los temas surferos.

Les ha producido su segundo disco el tan en boga Ty Segall, ajetreado multiinstrumentista que anduvo en la misma sala con su grupo Fuzz hace pocos meses, pero lo cierto es que las chicas no abusaron de la característica distorsión abrasiva de este último, sino que ejecutaron las piezas limpias y cristalinas. Nada de esconderse detrás de muros sónicos, se mostraron muy conjuntadas, revelando sólidas tablas y favoreciendo el ensimismamiento por su niquelada técnica, igual que un chorro propulsado a presión, sin titubeos. 


El personal las contemplaba absorto y estallaba en danzas con los cortes bailongos tipo “With Davey” o la tarantiniana “It’s Alive”, que incluso podría servir para marcarse unos pasos con una serpiente colgando. Los machos se movían de un lado a otro y las hembras traducían su devoción en una suerte de gestos similares a los que uno contemplaría en un documental sobre Woodstock o cualquier comuna hippie.

El colofón lúgubre se alcanzó con “Call Me In The Day”, que funde las armonías vocales de los conjuntos de féminas sesenteros con un teclado psicodélico a lo The Zombies, de los que decían que tenían un sonido bastante “oscuro” para la época. Y “You Disappear” representa otro ejercicio de abstracción, como si hubieran recluido a su vocalista en una urna y cantara desde allí o desde el fondo de un pozo. La alegría de vivir, en modo irónico.


Teniendo en cuenta su aire distante, tampoco había que dar por sentados los bises, pero se animaron a regresar con una suerte de mantra cadencioso, que fue como si nos arroparan con edredón y todo, antes de susurrarnos al oído “Easy Baby”, un corte vintage a lo Lana del Rey, diva absoluta de los indolentes. Ale, a la cama.

Pues tuvo su punto esta curiosa cata de surf lánguido, una amalgama necesaria entre los rayos de sol y los nubarrones. Quizás al final todo esté relacionado con el peculiar entorno de Seattle y esa constante cortina de lluvia que cubre la ciudad la mayor parte del año. A los auténticos surfistas se la suda el tiempo, se lanzan al agua igualmente.

TEXTO Y FOTOS: ALFREDO VILLAESCUSA



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