La Ribera, Bilbao
Los caminos en ciertos estilos musicales a veces son
insondables. Frente a las numerosas variantes que van surgiendo cada dos por
tres en el panorama que rizan más el rizo y complican la tarea de seguir el rastro
inicial, otras sendas van avanzando hasta acabar en el lugar más opuesto, en
las antípodas. Ya se sabe que los extremos se tocan y en ocasiones nada resulta
más reconfortante que peregrinar durante horas para regresar al sitio inicial.
Y entonces empezaremos de nuevo.
Un esquema de pensamiento similar seguro que han profesado
los neoyorquinos Surfbort, que bajo su chirriante noise punk de ínfulas
noventeras se esconde todo un culto de adoración a la naturaleza en el que no
tienen reparos en abogar por “líderes
que persigan restaurar la Madre Tierra”.
Sabiendo esto, no resulta sorprendente que odien tanto a Donald Trump, que
niega la existencia del cambio climático, hasta el punto de que en uno de sus
vídeos aparezca este mandatario representado literalmente por una cara de culo.
La única manera apropiada, según ellos.
Si algo no debería cambiar en esencia en el punk a pesar de
las múltiples bifurcaciones internas, eso sería el afán provocador y las ganas
de tocar los huevos al personal. Y suponemos que en una sociedad tan pacata
como la de EE UU a determinados sectores no les hará ni pizca de gracia contar
con unos personajes del calibre de estos chalados de Brooklyn dispuestos a
destruir el sistema y escupir hasta la bilis el reverso tenebroso del sueño hippie.
Como dicen, “no más maldad, temor o
gilipollas en la oficina, por favor”.
Ante un nutrido respetable compuesto mayoritariamente por
bohemios y jovenzuelos, Surfbort enfilaron
sin descanso y como un tiro píldora tras píldora punk en una suerte de aquelarre
colectivo donde la suma sacerdotisa no dudaba en acercarse para que los fieles
la adoraran. La atrevida vestimenta de la voceras Dani Miller con tacones,
chándal de colores fosforitos que hacía daño a los ojos, pelambrera en sobaco y
unos pendientes en forma de estrella que tampoco podrían calificarse como
discretos anticipaban que tal vez no convenía valorar aquello en base a
parámetros convencionales.
Con una reputación considerable por su incendiario directo
que ya les ha servido para fichar por Cult Records, el sello discográfico de
Julian Casablancas de The Strokes, montaron un vendaval importante incluso en
el recogido recinto bilbaíno de La Ribera. Por motivos laborales y esa odiosa
costumbre de programar bolos casi a la hora de la merienda, nos perdimos parte
de un adrenalínico recital de esos de los que si te descuidas ya no pillas algo
importante. Puro frenetismo.
El nombre de Surfbort viene de una letra de Beyoncé y según
han confesado no les importaría cantar con la diva de color sobre “la paz mundial y querer a tus vecinos”.
Unas intenciones que chocan con la ironía sin tapujos dirigida a bocajarro al
epicentro millennial en “Selfie”, que evidentemente habla de ese inmisericorde
postureo característico de la época contemporánea.
No veíamos tampoco a “Slushy” como una tonadilla adecuada
para oídos delicados, a pesar de su melódico comienzo. Evocando el macarrismo
de Courtney Love o de las L7 en “Billy”,
no tardaron en ganarse el favor de una atenta concurrencia que seguía
sin pestañear las evoluciones del espectáculo cual impecable clase magistral. Y
no se cortaban ni siquiera a la hora de abordar asuntos espinosos, caso de
“Dope”, con su más que explícita referencia a sustancias enajenantes, o “ACAB”,
que tampoco hay que ser extraordinariamente sagaz para inferir que alude a los
cuerpos de seguridad estadounidenses. No en vano a dos de sus miembros les
solían arrestar todos los fines de semana durante los ochenta “por ser punkis”, según su versión.
Precisamente con ese reivindicativo corte pusieron fin a un
bolo de esos de visto y no visto que casi ni te enteras. No es que su material
hasta la fecha sea muy prolífico, pero por lo menos tuvieron la decencia de
regresar para otra pieza salvaje y ruidosa que volvió a pasar en un abrir y
cerrar de ojos. Unos cuarenta minutos que ya valen para cumplir la ortodoxia
punk y no llegar a cansar ni por asomo al personal, lo cual siempre se debería
agradecer.
Si a aquella generación de pantalones de campana y “flower power” les hubieran entrado
ganas de prender fuego a discreción, el resultado se acercaría bastante a lo
que contemplamos aquella noche. Puro vómito hippie resbalando por el careto de
Donald Trump y extendiéndose posteriormente hacia cualquier fisura de lo
políticamente correcto. El grito punk que pudo resonar en el verano del 67.
TEXTO Y FOTOS: ALFREDO VILLAESCUSA
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