Muelle, Bilbao
Que la música tiene mucho de ritual ya lo hemos dicho en
repetidas ocasiones y es algo constatable en cualquier bolo que uno vaya. Hay
una liturgia específica, con salmos establecidos de conocimiento obligado para
los fieles y con una imaginería particular que puede ir desde lo más campechano
de andar por casa a cotas elevadas de elegancia que realmente refuerzan la
convicción de estar contemplando algo especial. Se aceptan múltiples maneras de
entender la fe, que en realidad es algo muy personal.
Stephen Lawrie de The Telescopes es un tipo peculiar dentro
del rollo shoegaze, se le nota nada más verle con esa pinta de eremita aislado
de la civilización y con un carácter complicado que puede explotar en cualquier
momento, igual que una bomba de relojería. Cuentan que la vez pasada que estuvo
en Bilbao salió cabreado a tocar porque no quería compartir hotel con el resto
de músicos. Toda una paradoja porque a muchos de los que recalamos allí nos
pareció un bolazo de órdago, una maraña chirriante a volumen ensordecedor de
esos que te deja pitido durante varios días, marca fundamental para distinguir
cuando una cita ha sido antológica. Lo bonito.
Aquella noche en el Muelle, garito de moda con una
programación de lo más variada e interesante este mes, quizás no machacaron
tanto los tímpanos como en el piso superior del Antzoki, pero demostraron que
lo suyo tampoco tiene tanto de caos como pudiera parecer a priori. Eso de la
algarabía total y de la ausencia de normas a veces es más un postureo que otra
cosa. Incluso en las guerras se sigue cierta lógica con curvas, rectas y
trayectorias de proyectiles que pueden resultar letales.
A diferencia de la ocasión precedente, tampoco se
congregaron multitudes para catar a los británicos, apenas un reducido grupo de
parroquianos constataron que la temporada de conciertos todavía no ha comenzado
a pleno rendimiento. Casi en familia y en penumbra oficiaron también los
italianos formados en Berlín Sneers,
con una vertiente anarco-ruidosa importante y una cantante muy gesticulante que
de vez en cuando remitía a la chatarrería fantasmagórica de Nick Cave. Parecían
unos tipos muy raros que podrían ser de una secta tipo la de Charles Manson,
ahora que vuelve a estar de moda gracias a Tarantino, basta escuchar “No Man Is
Poetry” para que a uno le entren ganas de degollar vírgenes o de colgarse de un
árbol. Correctos.
Sneers, otros discípulos del ruido. |
Y The Telescopes esta
vez no salieron enfadados, sino más tranquilitos, algo que se notó asimismo en
el volumen, no tan estruendoso como en el Antzoki. Eso nos permitió observar de
cerca el orden dentro del caos sonoro que montaron con temas alargados a
conciencia que apenas se distinguían unos de otros en un bucle infinito.
Distinguir algo en todo aquello debería convalidarse con resolver jeroglíficos
egipcios.
Entre la maraña sus ritmos hipnóticos y mecánicos lo mismo
remitían al krautrock de Neu! que a los remansos envolventes de My Bloody
Valentine, y ellos tampoco se cortaban a la hora de montar jaleo acercando lo
máximo posible los instrumentos a los amplificadores y así magnificar la bola
de ruido. La fusta de violín que solía sacar el bajista al principio de cada
pieza hacía pensar de inmediato en The Velvet Underground o alguna marcianada
de John Cale. No aptos para amantes de lo convencional.
Stephen Lawrie en pleno éxtasis ruidoso. |
Pero el recital tuvo su punto interactivo, como cuando el
guitarra se acercó tanto a los fieles que acabó cediendo el instrumento a un
espectador de la esquina, que recibió la ofrenda poco menos como si fuera un
objeto sagrado. Y luego más tarde, después de que mudaran parte de la batería
en medio de la peña, un tipo del público aporreó el platillo con una precisión
asombrosa mientras ellos seguían con su ruidera. Que todo el mundo contribuya a
la vorágine sónica.
Las seis cuerdas esa noche sufrieron de lo lindo, pues se
les arrastró por el escenario, se convirtieron en improvisado bastón con el
mástil apuntando hacia abajo y hasta se estrellaron contra el suelo en un
sonoro golpe que hasta dolió a un servidor. Que no se pierda el salvajismo, claro
que no. Estas cosas no se ven todos los días.
La voz hipnótica de Stephen Lawrie nos dejó como único
fragmento inteligible una estrofa que decía “I
remember everything” (recuerdo todo), repetida con fidelidad ritual y cierto
aire místico a lo Woven Hand que podría corresponder a “Everything Turns Into
You”, de su último largo ‘Exploding Head Syndrome’. Un momento de trance antes
de que al hacha le diera otra venada de esas chaladas y simulara pegar con su
instrumento al bajista arrodillado antes de acabar colgando la guitarra sobre
un bafle. Como si fuera un jamón.
Y después del instante participativo que mencionábamos antes
en el que se aporreó de manera tribal, el voceras Stephen se piró del escenario
esquivando gente con toda la tranquilidad del mundo mientras nos dejaban un
ensordecedor acople para deleitarnos. El señor del tambor devolvió la baqueta a
las tablas sin saber muy bien qué hacer con ella mientras la peña se miraba
entre sí pensando hasta cuándo se prolongaría aquel gratuito suplicio auditivo.
La intervención del técnico que silenció el acople fue aplaudida como si se
tratara de una estrella del rock. La transgresión del silencio.
Como hemos dicho, este recital no rasgó tanto las vestiduras
como su anterior incendiaria incursión en la capital vizcaína, pero siguió
molando igual su mantra de ruido y hasta ofrecieron una actuación más
profesional, si se quiere. Sonará a cuadratura del círculo, pero el orden
dentro del caos es posible. The Telescopes lo demostraron el otro día.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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