Muelle, Bilbao
Vivimos en un tiempo en el que los decibelios desmedidos
proliferan con demasiada alegría. Y no necesariamente con sonidos agradables al
oído que podrían desprenderse de la escucha de música. Uno entra a veces a
ciertos lugares y el volumen del personal podría ser el mismo que el de una
pescadería en hora punta o incluso remitir a formas más primitivas de
comunicación, a un estado salvaje previo a la educación y urbanidad básica. No
hablemos ya de las insufribles cotorras concertiles, una peste contemporánea que convendría erradicar mediante cualquier
método a nuestro alcance. No demos ideas.
El griterío desmedido se ha instalado con tal naturalidad en
la política y diversos aspectos de la existencia que hoy en día lo
verdaderamente revolucionario consiste en permanecer en silencio. Callar y
otorgar, como se decía antaño. O entornar los ojos con cierta mirada de
desprecio y juzgar a la gente, según nos enseñan los memes de las redes
sociales. En esta guerra valen todo tipo de armas, desde las rudimentarias
hasta las más sofisticadas. Duro y a la cabeza.
Con la voluntad de desafiar este orden establecido, parece
haber surgido el dúo Samana desde los valles más recónditos de Gales, donde
precisamente tienen su estudio analógico. Un proyecto con vocación
interdisciplinar que pretende integrar fotografía, poesía, cine o música en una
época con compartimentos cada vez más estancos y donde los tonos grises van
camino de ser desterrados de una paleta de opciones cada vez más sectaria.
En un territorio onírico entre Cigarettes After Sex, algo de
Kate Bush y la pomposidad etérea de Sigur Rós se mueve esta pareja con ínfulas
espirituales que se pasó un año entero recorriendo Europa y plasmó sus
experiencias en un minimalista e hipnótico debut, cuya escucha se torna
completamente adictiva una vez que uno se mete en su rollo. Un mundo en blanco
y negro lejos de las estridencias de la era actual en la que todo se mueve con
una rapidez vertiginosa.
Ante un respetable discreto como los que solo se pueden ver
entre semana, Samana se limitaron a
desgranar su único trabajo con “Harvest” y “The Art Of Revolution”, piezas
relajadas que por ello no buscan ni por asomo la comercialidad, sino un efecto
mucho más profundo en el alma humana. Acostumbrados a esos falsos valores
occidentales que pregonan que toda acción necesita su recompensa, esta suerte
de hippies que tocan descalzos van a su rollo por completo, por lo que no nos
extrañaría que tuvieran un huerto en el que cultivar sus propios productos y
así mandar un corte de mangas al capitalismo o que residieran en una comunidad
de esas idílicas tipo Christiania.
Una bendición fue constatar que allí la peña estaba atenta a
lo que había que estar, ni una palabra se oía por ahí, solo los tonos
melancólicos de Rebecca Rose Harris, que recordaban en ocasiones a la Siouxsie
popera o incluso a Anna Calvi. A su lado, su compañero le daba a la guitarra
sin desmelenarse demasiado o tocaba el piano como si estuviera en trance, en
otra dimensión paralela muy lejana.
El leve ruido shoegaze que de vez en cuando se percibe en
estudio, en directo se nota bastante más y les otorga un mayor empaque. Nada de
minimalismo en las distancias cortas. Pero probablemente ningún sonido
registrado por ellos es casual, una percepción que confirmamos cuando nos
dijeron que los silencios que se escuchan en el disco pertenecen a lugares
inhóspitos que visitaron durante su periplo europeo. Hablaron en concreto de
monumentos históricos que habían estado allí durante miles de años y que si
sentíamos algo especial es que lo habíamos “pillado”.
Había que activar el modo trascendente.
Los cánticos ululantes casi de sirenas de “Take Me In” nos
acunaron en un bucle similar al que uno experimenta cuando está a punto de caer
dormido. Una sesión de hipnosis en la que no era necesario mirar a un punto
fijamente, sino dejarse enredar por esas melodías sutiles que provocan un
efecto idéntico al de susurrar al oído. El final de “De Profundis” reincidió en
ese discreto poso ruidista apenas perceptible que cobra su verdadera relevancia
a escasos metros.
La actitud de la escasa parroquia era de devoción absoluta,
la mayoría sentados en el suelo como si les estuvieran contando un cuento a la
luz de la luna. Una cacatúa habría sido molida a palos. “The Sky Holds Our
Years” se regodeó en la agonía sin darse demasiada importancia, mientras que “Beneath
The Ice” por su aire casi ambient podría entrar sin problemas en una lista de
canciones fundamentales para el coito. O para escuchar de madrugada en
solitario, en esos momentos en los que la mayoría duerme y vislumbrar la luz
encendida de una habitación provoca conjeturas de diverso pelaje.
“The Lightness Of Being” ejerció a modo de transición, una
débil línea entre el sueño y la vigilia, antes de recuperar la pieza que abre
el disco, esto es, “Before The Flood” y cerrar el círculo de la manera más
digna posible. Cualquier cosa añadida a posteriori habría descuadrado por
completo el invento.
Que a este dúo hay que pillarle con ganas es evidente, pues
uno jamás se los pondría antes de salir de fiesta o en estado sobreexcitado,
pero se tornan una alternativa muy saludable para cuando hay curro por hacer y
distraerse por la música no se convierte en opción recomendable. Sentir una
presencia sin reparar en ella. Una revolución del silencio que va tomando
posiciones sin que nos demos cuenta.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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