Nave 9, Bilbao
Revitalizar una escena de la nada es casi siempre un milagro
del que nunca se hablará lo suficiente. Levantar algo desde cero debería
considerarse una proeza digna de los trabajos de Hércules de la antigüedad y
cuyo éxito merecería recordarse por los tiempos de los tiempos. Pero ya se sabe
cómo funciona este ingrato país que eleva a los altares a constatados
ignorantes mientras que sume en el más profundo olvido a todos aquellos que
realmente hicieron algo por mejorar la vida de sus congéneres. Y no nos
referimos únicamente al bienestar material, sino también al intelectual o
espiritual, aunque esto último sea poco menos que una utopía con la Cultura con
mayúscula convertida en el pesebre del gobierno de turno.
Vamos a echar un poco la vista atrás. ¿Quién en Bilbao se
acordaba de la explanada del Museo Marítimo antes de que se abriera la Nave 9?
Pues nosotros lo recordamos como una especie de páramo por el que uno no se
acercaba ni de casualidad, como mucho cabría esperar algún turista despistado o
un tipo de esos que decide matarse lentamente corriendo cada mañana. Bastó que
Txarly Romero se pusiera al frente de un olvidado garito para que cambiara el
ambiente de sopetón y volviera a ejecutar ese milagro que ya obró anteriormente
en el Satélite T y en La Nube de Santutxu. Llenar de peña lugares antaño
inhóspitos. Como los panes y los peces, pero en plan farra. Si existiera un
título de experto en despegue festivo, deberían concedérselo ya.
Por su contribución a que la capital vizcaína disfrute de
una agenda de conciertos que, me atrevería a decir, no tiene parangón en el
resto del Estado, el segundo homenaje de la Nave 9 era una cita obligada. El
menú musical fue elegido de forma equilibrada con entrantes añejos pero contundentes,
esos sabores de siempre que agradan a cualquier gourmet. Y de postre, otro
plato de regusto punk, de esos de los que rebañas hasta la última miga y
enseguida miras alrededor si existe la posibilidad de repetir. Una delicatesen.
Abrió la velada Marcos
Sendarrubias, un rockabilly muy auténtico que desde el inicio pareció un
tanto contrariado por la actitud parada de un respetable que tampoco se
desvivía por su propuesta, a excepción de cuatro fieles de las primeras filas.
Censuró “el RH negativo” y “la lucha de clases” y llegó a afirmar
que prefería que la gente hablara a que lo “ignoraran”.
Pero dejando de lado resquemores internos, lo cierto es que el tipo se lo curró
bastante y demostró ser un fuera de serie en su terreno, temazos como “On The Dancefloor”
o “Down To Morocco” lo atestiguaban. Un ortodoxo del rock n’ roll que en
ocasiones bendecía a los parroquianos de su rollo y otras condenaba a los
infiernos al pobre Phil Lynott por “mezclar
con blues” el “Whisky In The Jar”, que por supuesto ejecutó de una manera
bastante más tradicional que Metallica o Thin Lizzy. Una eucaristía según el
rito antiguo.
Marcos Sendarrubias, imponiendo la doctrina del rock n' roll. |
El paisanaje mutó de forma radical con The Gold, el nuevo proyecto del inquieto Kurt Baker, y los que
antes andaban por delante desaparecieron por arte de birlibirloque. Otra gente
ocupó ese sitio y ya entonces sí que se percibió más movimiento. A eso
contribuyeron las piezas en la estela de New York Dolls, MC5 o The Stooges que
factura el combo en cuestión, mucho más punk que Baker en solitario y no tan
melódicos como la coalición de talentos Bullet Proof Lovers.
Adrenalina por un tubo desprende “Cranky Little Mary Anne”,
junto con ese habitual regusto power pop marca de la casa del norteamericano y
hasta unos coros a lo The Beach Boys. Algo que diferencia esta aventura de
otras similares es que Kurt no lleva todo el peso a la voz, puesto que se
reparte las labores al micro con Marky Las Vegas, que gasta un perfil mucho más
macarra y decadente en la senda de Johnny Thunders o Stiv Bators. Dos visiones
que encajan como si fueran diferentes caras de la misma moneda.
Pero el que de verdad desencadenaba la magia era Baker, que
no tardó en pedir los consabidos “chupitous”
en cuanto tuvo ocasión, una tradición que creo que le hemos visto repetir en
cada visita a Bilbao. Y por cosas tan incontestables como “Fallen Angel Stroll”
quizás habría que sacarles no solo un poco de priva, sino llevarles hasta a una
fábrica de bebidas alcohólicas. Provocaron incluso desquiciantes movimientos en
algún que otro veterano de la escena.
Subieron un peldaño con “Trouble To Trouble” y mantuvieron
la posición con el pegadizo “Gimme Your Love”, donde Baker volvió a exigir
remojar el gaznate, desde luego se ha empapado hasta la médula de los hábitos y
costumbres peninsulares. Sacaron su faceta más clásica con “Dead Roses”, con
reminiscencias stonianas desde el mismo título y riffs muy deudores del
“Jumpin’ Jack Flash”, antes de todo un manifiesto power pop como “Anyway You
Want It”, de los mejores temas que escuchamos, ideal para el directo.
Ya había montado buen jolgorio, pero tal vez a Txarly Romero
le supiera a poco y por eso no dudó en bautizar a la parroquia con cerveza, que
viene a ser algo así como el agua bendita del rock n’ roll. Podéis marchar en
paz, hermanos.
Quedaba todavía munición para rematar, con un “Savage” a
toda pastilla, en plan el “This Is Rock n’ Roll” de The Kids, y un “Blue
Monday” más para canturrear alegremente. “Sois
una panda de hijos de puta”, así aleccionó Txarly a la peña para pedir
bises. Y surtió efecto, porque no tardó en regresar el supergrupo punk con
“Planet Fever” y así constatar que su poderío en las distancias cortas no es
ninguna broma. Que regresen en breve.
Fue un aniversario en letras de oro para enmarcar, con
ambientazo y los preceptivos obsequios culinarios aptos para veganos y
carnívoros, para que así nadie se ofenda. Una oferta gastronómica que se
configuró con idéntico mimo a la musical. Variedad al poder. Y que el próximo
año lo sigamos celebrando.
TEXTO Y FOTOS:
ALFREDO VILLAESCUSA
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